Entreabrí los ojos
pesadamente. Mis párpados eran dos plomizas persianas que se resistían a mi
voluntad. Me incorporé con gran esfuerzo y miré a mi alrededor, me costaba
reconocer el lugar donde me hallaba. Ya no estaba acostumbrada a madrugar tanto
y me daba la sensación de que la luz entraba aun tan filtrada que lo veía todo
en blanco y negro. Oí el repiqueteo de la lluvia. Lo que me faltaba para acabar
de animarme —pensé— y me puse en pie.
Me arreglé lo más
rápidamente que pude, repasé el contenido de mi maletín y allí seguían mis
herramientas de trabajo: rotuladores de color, lápices, gomas, guías
didácticas… Lo cerré satisfecha de la inspección y salí.
No me gustaba llegar con
la hora justa y menos el primer día. Tenía por delante media hora, pero si
encontraba atasco me fallarían los cálculos e incluso podría llegar tarde.
Estaba nerviosa e
intentaba abrir los ojos con esfuerzo, pero los párpados eran como espesas
celosías que se negaban a desaparecer y que me ofrecían un aspecto distorsionado
de las cosas.
Di un acelerón y frené
bruscamente. No podía modular los movimientos. Permanecía aturdida y una
sensación de irrealidad me envolvía y me encrespaba.
Por fin llegué ante la
verja de colegio. La lluvia arreciaba y las imponentes siluetas de los árboles
se confundían con las de las farolas que flanqueaban las zonas deportivas.
El agua que caía furiosa
chocaba contra las gradas de cemento, rebotando con fuerza. No se veía a nadie.
Llevaba un viejo paraguas
en la guantera para los casos imprevistos; al abrirlo, las varillas se
separaron violentamente y la tela cayó en jirones como un cuervo al que, de
súbito, el viento arrancase las alas. Lo deseché y corrí patio a través
intentando guarecerme bajo mi propia cartera.
Entré al edificio. La
puerta no tenía la llave echada, pero no se escuchaba ruido alguno. Me asaltó
la duda: Quizás me había confundido, era sábado o festivo, o me había
equivocado de fecha. Todo podía ser, menos aquel silencio sepulcral en una
escuela. Impensable.
La sala de profesores
estaba vacía. Pensé darme la vuelta y volver a casa, volver al abrigo acogedor
de mi cama, rebobinar el tiempo, pero en vez de eso me precipité escaleras
arriba, hacia mi aula. Me maliciaba que algo muy extraño estaba pasando y
quería descubrir qué era.
Me detuve sofocada y
jadeante delante de la puerta cerrada. La bruma gris envolvía el pasillo, casi
me costaba descubrir el pomo. Lo así con mano trémula, lo giré lentamente.
Tenía la garganta tan seca que me parecía de lija. Tragué saliva con esfuerzo y abrí.
La sorpresa me paralizó.
Los alumnos estaban sentados en sus sillas, silenciosos e inmóviles, treinta
pares de ojos que me escrutaban, sus rostros carecían de expresión.
Intenté dar un paso atrás,
pero el miedo me mantenía clavada al suelo.
Con torpes, lentos y
mecánicos movimientos los niños comenzaron a levantarse. Flemáticos e
indolentes, sin mover un solo músculo de la cara avanzaban de manera unánime
hacia mí.
Espantada me fijé en sus
ropas rotas, sucias, raídas, parecían un hatajo de indigentes alienados.
Observé que comenzaban a extender sus manos suplicantes hacia mí. Era como una
marea lenta pero inexorable y yo permanecía petrificada.
Intenté correr, huir, dar
la espalda, pero mis piernas parecían fosilizadas. Los de las primeras filas ya
estaban a pocos milímetros y sus ojos, que de lejos se me antojaron
escrutadores, de cerca me parecían absurdamente vacíos.
Entonces la vi. Era una
grieta enorme, a mi izquierda, justo en medio de la pizarra digital.
Con un acopio inusitado de
concentración y agilidad, salté ante mi propia sorpresa y me introduje certeramente
a través de ella.
Los vi aproximarse, palpar
torpemente la pantalla una y otra vez, con sus pequeñas manos abiertas y
desconcertadas.
Comprendí que la grieta se
había cerrado, que yo estaba atrapada dentro de la estrecha oquedad, del otro
lado de aquella lámina blanca que antes era para nosotros una ventana al mundo,
a los conocimientos, a la erudición y también a las falsedades de la red.
Desde mi insólito reducto
vislumbraba la escena. Uno tras otro fueron girando con parsimonia y en
cuestión de segundos volvieron a su posición inicial, retomando sus rígidas
posturas.
Un sonido me taladró el
cerebro. Lo reconocí. Era la breve sintonía de Windows. ¡El ordenador se estaba
poniendo en marcha! ¡Tenía que escapar de él!
Intenté con denuedo
alargar un brazo y las yemas de mis dedos rozaron un extraño artefacto que al
principio no reconocí. Pero su tacto fue mágico, la pesada bruma se disipó como
por ensalmo y, entre aliviada por salir de la horrenda pesadilla y algo
angustiada por mi primer día de clase, apagué el despertador, salté de la cama
y marché descalza camino de la ducha.