Adela se
había dejado caer sobre la cama, abatida, triste, hundida… la llegada de las
fiestas propiciaba aún más su melancolía, al comparar el bullicio de las calles
abarrotadas de gente, las luces y la algarabía reinante fuera, con la soledad,
las sombras y el vacío interior que poblaban su mente y su alma. Estaba harta
de todo y de todos, quería cerrar los ojos y descansar… descansar para siempre,
olvidar sus comidas en silencio, sus hastíos en las tardes tediosas, mirando
sin interés los programas de la tele, sus sábanas siempre frías y su sueño, que
era inquieto y desasosegado; día tras día el despertar no era más que la
antesala de una nueva jornada vacua y sin interés.
La mirada
vagando por el techo, macilento y marchito el rostro, el gesto torcido, el
cuerpo laso… no esperaba ya nada de la vida y empezaba a pensar que era absurdo
prolongarla.
Una idea
brotó como una llamita mortecina en algún rincón de su cabeza: no sería tan
malo reposar para siempre, al contrario, podría suponer una dulce liberación
poner punto y final a esta parodia de existencia que padecía desde hacía ya
algunos años.
Sí. Él se
fue y la dejó sola, no tenía derecho a hacerlo, debería haber sido más fuerte
por ella, haber luchado más contra la terrible enfermedad que lo minó por
dentro, pero sucumbió y se dejó ir. Y ahora ella quería seguirle. Pero ¿cómo
hacerlo? Le horrorizaba sufrir, el dolor la espantaba, quería algo, suave y
apacible, dormitar hasta partir…
El
estrepitoso sonido del teléfono la sobresaltó, interrumpiendo el hilo de sus
pensamientos; hacía mucho tiempo que nadie la llamaba y no imaginaba quién
podía ser. Fastidiada por tan súbita perturbación, se incorporó en la cama y
aún dudó si merecía la pena hacer el esfuerzo de cogerlo, pero la curiosidad
pudo más que su apatía y al fin descolgó el auricular.
-¿Adela?-
dijo una voz desconocida.
- Sí,
soy yo, ¿quién es?- musitó a duras penas.
- Supongo
que no te acuerdas ya de mí, hace siglos que no nos hemos visto. Soy Manuela,
fuimos juntas a la universidad. Estaba buscando cosas en un mi buhardilla para
llevar a un mercadillo benéfico, ya sabes, es Navidad… y entre los libros he
encontrado una agenda de aquella época con toda la gente de nuestra promoción,
llevo toda la tarde intentando localizarlos, muchos han cambiado de número,
pero he conseguido contactar con nueve: Susana, Miguel, Andrés, Javier, Teresa…
- Javier,
¿Javier Alpuente?- preguntó con un hilillo de voz, mientras los recuerdos se
agolpaban en su mente acompañados de un cúmulo de sensaciones que la hicieron
despertar de pronto. Javier, su amor de juventud, su primer amor… ¡eran tan
jóvenes!
- Sí,
el mismo. Pobre chico, me ha contado que tuvo hace unos años un divorcio de lo
más traumático y parece que aún no se ha rehecho del todo…No tenía ganas de ver
a nadie, pero al final le he convencido y me ha prometido que vendrá. Bueno,
que hemos quedado para cenar todos juntos mañana por la noche, ¡supongo que
podemos contar contigo, será estupendo, ya lo verás!
- Yo
no… no sé… ¿mañana por la noche?... no sé si…
- ¡No
te hagas de rogar! Además si no recuerdo mal Javier y tú erais buenos amigos;
hazlo por él, ¡igual puedes ayudarle!
-¿Yo?
Bueno, lo pensaré, dime a qué hora y dónde…
Al colgar el
auricular notó que un nuevo calor acariciaba su alma. Al fin y al cabo era Navidad…
podía ser que mereciese la pena hacer un nuevo esfuerzo por vivir y, a lo mejor…
¿por qué no creer en los milagros?
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