La mañana se
despertó calurosa y brillante, como tantas otras de aquel estío, invitando a
huir de la ciudad y disfrutar de un día en la playa, con el único objetivo de
dejarse acariciar por el radiante sol y gozar de las cálidas aguas del
Mediterraneo.
Elena y
Javier enfilaron la carretera de la costa pertechados con los mínimos enseres
necesarios para pasar una tranquila jornada al borde del mar; en menos de una
hora habrían llegado a su destino y el resto del día se les antojaba tan
placentero que ya se solazaban degustándolo por anticipado.
Tras estirar
sus toallas sobre la arena, se lanzaron al agua.
El sol ardía
con toda la furia de que era capaz en el zénit de su esplendor y las aguas
tibias les dieron la bienvenida como amables anfitrionas, acogiéndolos en su
seno, donde, alegres y confiados, retozaron, nadaron y jugaron entre olas,
perdiendo la noción del tiempo.
Elena se
adentró nadando, alborozada por el placer que le producía el dejarse ir, con
los ojos cerrados, llevada por sus ensoñaciones, sobre la mansa superficie del
agua, hasta que un grito la sobresaltó:
-¡Elena,
cuidado, el agua se está encrespando! ¡Vuelve aquí, estás muy lejos!
La voz de
Javier sonaba angustiada.
Elena abrió
los ojos, volviendo a la realidad y observó, estupefacta que la distancia que
le separaba de su marido era mucho mayor de la que hubiese podido imaginar;
apenas lo escuchaba, era como una figura lejana que agitaba los brazos con violencia
y de la cual una fuerte corriente salida de nadie sabe dónde, se empeñaba en separarla.
La mujer
hacía denodados esfuerzos por mantener la calma y se repetía a sí misma que
todo saldría bien, que sólo era necesario no agotarse luchando contra las olas
y, sobre todo, no dejarse llevar por el pánico.
La mar se
había tornado tan brava que cualquier intento de ganar la orilla se le antojaba
batalla perdida de antemano, la tormenta rugía mientras las olas comenzaban a
envolverla y ya, solo a intervalos, podía ver la figura de aquel hombre que se
debatía entre la desesperación y la impotencia, aquel hombre al que tanto amaba
y del que, mentalmente comenzaba a despedirse.
Se sumió en
una sentida plegaria mientras su cuerpo, exhausto, decidía sucumbir, cuando,
surgidos de la nada, unos fuertes brazos la agarraron y sin saber cómo, en
cuestión de segundos, sus pies tocaban firmemente la áspera arena de la playa.
Javier, a su lado, la abrazaba tan fuerte que amenazaba con ahogarla, en un
estallido de júbilo y nerviosismo...
-Por un
momento creí que te perdía, y no podía hacer nada por remediarlo, -le susurraba
entrecortadamente, presa de tremenda agitación- ¿estás bien?.
Elena se
desasió del abrazo buscando con la vista al hombre que la había rescatado,
aquel extraño que la acababa de salvar de perecer ahogada, apenas sin
esfuerzo...
-Javier...¿dónde
está? ¿Dónde está ese hombre que me ha sacado del agua?
-No lo sé,
al abrazarte lo perdí de vista... No debe andar lejos. Sólo lo vi unos
segundos... fue todo tan rápido...
Elena miró a
su alrededor, el fuerte viento, las olas encrespadas y las gruesas gotas de
lluvia habían hecho que, en cuestión de minutos, la arena quedase desierta.
Elena y
Javier se miraron sobrecogidos e inmóviles bajo la lluvia que arreciaba sobre
sus cabezas. Elena musitó...
-Ahora
sabemos que no son como los pintan... los ángeles no tienen alas...
Javier
asintió en silencio y ambos, aún abrazados, emprendieron el camino de vuelta a
casa.
Eratalia.
Dic.2012
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