La
gente salía del cine entre murmullos y risas, comentando la película, que,
realmente, había sido desopilante. El local era un antiguo teatrillo
reconvertido, donde, a la sazón, pasaban películas de culto, amén de algunas
antiguas joyas del cine en blanco y negro, o incluso de cine mudo.
A
ella le gustaba ir de vez en cuando, a la salida del trabajo, y solía hacerlo
sola. Sus amigas se podían contar con los dedos de una mano, y si se trataba de
ver películas de aquel tipo, con ninguna; pero no le importaba, se sumergía en
aquel mundo sin colores y se transportaba a otra dimensión, donde, durante poco
más de una hora, salía de ella misma para cohabitar con aquellos personajes de
dos dimensiones que vivían sobre la pantalla.
Era
introvertida y solía preferir la compañía de un buen libro a la de un ligue
ocasional, pero aquella noche se sentía necesitada de calor humano. La
cafetería de la esquina, justo al final de la calle, era austera pero
acogedora, y a esas horas, bastante bulliciosa. No tenía ganas de encerrarse en
la soledad de su casa y, sin ninguna duda, un café caliente era una más que
excelente opción para el momento.
Se
sentó en una mesa apartada, pidió un capuchino e inmediatamente se entregó a la
tarea de escudriñar al público del local. Su pasatiempo favorito en estos casos
era observar a las personas que la rodeaban e intentar recrear las historias
que se escondían detrás de cada una de ellas.
Paseó
la mirada por la estancia y la detuvo en un tipo que parecía abarrancado sobre
la barra; por un instante pensó en una ballena varada en la playa, incapacitada
para volver al mar, pero con poca esperanza de vida en tierra, y, acto seguido,
su mente empezó a forjar la historia del desconocido.
Mediana
edad, traje obsoleto, aire nostálgico y claramente con más copas encima de las
que su cuerpo podía digerir. No es que se apoyara en la barra, es que parecía
fundido con ella, como si llevase todo el peso del mundo sobre sus hombros.
“Recién
divorciado –pensó- acaba de romper con su pareja… o quizás se quedó sin empleo
y se encuentra moralmente hundido, no sabe a dónde asirse… ¿tendrá pendiente
una hipoteca? puede ser un candidato al suicidio… quizás esta misma noche,
cuando salga de aquí se vaya hacia la zona antigua, que lleva cerca del río… o
puede que abra la espita del gas, si aún tiene casa…”
Tan
entregada estaba a sus deprimentes pensamientos acerca del tipo en cuestión que
no se dio cuenta de que había permanecido todo ese tiempo mirándolo con fijeza,
sin pestañear, reflejando en su cara la compasión que le suscitaba e, incluso,
un atisbo de ternura.
El
hombre, dándose cuenta entre las brumas de su mente enajenada por el alcohol,
de la atención de que era objeto, hizo un esfuerzo supremo y se dirigió hacia
ella, que, atónita, lo vio venir, trastabilleando entre las sillas del local.
Cuando
llegó a su mesa y sin mediar palabra, tomó asiento, mirándola con curiosidad y
con una media sonrisa pintada en el rostro. Transcurrido un momento en el que
el silencio de los dos parecía transparente entre las risas y las voces subidas
de tono del resto de los allí presentes, introdujo una mano temblorosa en el
bolsillo de la ajada chaqueta, y extrajo de ella un puñadito de granos que
esparció sobre la mesa.
Con
voz insegura acertó a decir:
-Son
semillas, señorita… a lo mejor a usted le gustaría ayudarme a plantarlas,
puesto que puede comprobar que yo no tengo el pulso muy firme: se han de
enterrar justo justo, al doble de profundidad de su grosor… ¿sería tan amable?
Y
sin saber por qué, ella lo miró a los ojos y pensó que siempre le habían
gustado las plantas. Se pusieron en pie y, apoyándose el uno en el otro,
abandonaron el local.