24 febrero 2014

TITIRITERO





Acabada la función se sentó desmadejado en la acera. A su lado, enganchados a los hilos de la cruceta, los pequeños títeres sin vida; delante de sí, una vieja gorra desgastada que recogía algunas monedas, fruto de la compasión de la gente.

Mientras liaba un escaso pitillo, el titiritero oyó una voz autoritaria que decía:
—¿Cuánto por el del gorro verde?
Alzó los ojos y se encontró frente a un semblante adusto, surcado de arrugas.
—No está en venta, señora.
—No se ande con remilgos. No me diga que piensa comer con las cuatro perras que tiene dentro de esa renegrida gorra. Le pagaré bien. Ese muñeco le va a encantar a mi nieto, no es nada corriente. Le gustará hacerlo danzar.
—No está en venta, señora.
—¡Será pazguato! Pues cuando el hambre le roa las tripas ¡cómaselo!, a ver si lo encuentra tierno…


Cuando la señora, airada, hubo dado la media vuelta, el hombre, parsimoniosamente, se dispuso a recoger sus cosas. Pisó la colilla y luego, con todo cuidado, enrolló los hilos de los muñecos y los depositó en el interior de una raída bolsa de lona, plegó el biombo que le servía de teatrillo y con él bajo el brazo se dirigió a las afueras de la ciudad, donde había hallado una casa desocupada en cuyo amplio portal solía pasar las noches.

Estaba cansado. Se arrebujó en su chaqueta y se dispuso a dormir junto a sus escasas pertenencias.
—Buenas noches —musitó, como para sí mismo.
—Buenas noches —respondieron unas imperceptibles voces, opacadas por el grosor de la tela.
El estómago del titiritero rugía de hambre, pero él se sentía bien. Nunca se desprendería de sus únicos amigos.