Así, cuando la
tarde acabó de caer, los habitantes de la pequeña aldea abandonaron, en
silencio, la plaza, dejando a merced del viento el cadáver carbonizado del
heresiarca. Fin.
Edelmiro suspiró
al concluir su última frase y cerró el pequeño portátil, quitándose las gafas,
que depositó, parsimonioso, en el interior de su funda.
Era su primera
novela y le había llevado años documentarse a fondo en un tema que siempre le
había parecido de una atractiva y morbosa oscuridad: el de las sectas, los
herejes y las inquisiciones a lo largo de la Edad Media. Tanto le había
apasionado este asunto que su tesis doctoral, al acabar la carrera, se había
centrado en él y había conseguido una puntuación cum laude de la que se sentía
orgulloso.
Años después la
idea de convertir todo el saber acumulado al respecto en una novela se había
abierto camino en su cerebro y ahora, era el momento culminante, la apoteosis,
el colofón… ¡estaba terminada!
Su mujer, mientras
había vivido, le había tildado de pusilánime y falto de empuje, de haberse
adocenado en su insignificante puesto de profesor de instituto sin sacar
partido a sus supuestas cualidades como escritor, de no atreverse a nada fuera
de la rutina, y ahora, a pesar del resquemor que aquellos recuerdos le
producían, se sentía pletórico de dicha, como si por sus venas corriese una
nueva savia que le confería el gozo incomparable de saberse capaz, de haberlo
logrado. Estaba seguro de que sería un éxito, no le cabía la menor duda.
Cuando abandonó el
despacho del editor, unas lujosas oficinas situadas en el corazón de la ciudad,
sus hombros estaban tan hundidos que el ligero abombamiento que la edad había
proyectado sobre su espalda se veía ahora magnificado, de tal manera que
parecía haber envejecido de golpe más de diez años. Aun resonaban en sus oídos
las frías palabras del librero:
-Su libro plasma
sin duda su buen hacer, pero carece de garra para ser un best-seller, no creo
que se vendiesen más de diez ejemplares, lo siento muchísimo, pero esta
editorial no piensa hacerse cargo de su publicación.
Era el mismo
argumento, con parecidas palabras, que le habían repetido en cinco editoriales distintas
tras haber leído su novela…
La frustración se
le había atravesado en el abdomen como un nudo indisoluble, su alegría, evaporada,
su autoestima, desvanecida; se sentía realmente un fracasado, incapaz de volver
a experimentar el menor atisbo de respeto por sí mismo.
Cuando cruzó el
zaguán de su edificio, se le veía desencajado, macilento y visiblemente
turbado, y tan abstraído que ni siquiera oyó al portero del inmueble, que le
saludó al verlo:
-Buenos días, Don
Edelmiro. ¿Se encuentra usted bien?
Ignorándolo,
siguió su camino sin desviar la vista del suelo. Llamó al ascensor de manera
automática, y, una vez dentro de la cabina, pulsó el último botón sin reparar,
aparentemente, en lo que hacía. Una idea fija ocupaba toda su mente: huir. Huir
de la vergüenza y acabar con aquel sentimiento angustioso que le atenazaba la
garganta como una garra invisible.
Cuando el ascensor
se detuvo en la azotea no dudó, se encaminó con paso decidido hacia el angosto pretil
que se asomaba sobre la bulliciosa ciudad y, mirando fijamente hacia el
infinito y sin titubear, se abalanzó resueltamente hacia el vacío.
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