La
lluvia arreciaba, provocando un repiqueteo monótono y constante en los
cristales de la ventana.
Emilia,
adormecida, se balanceaba sobre la vieja mecedora, con los ojos entrecerrados.
Estaba
sentada frente al televisor, pero no seguía con atención el programa; a decir
verdad no le interesaba en absoluto.
Hacía
años que aquellas series insulsas habían dejado de interesarle, pero el
silencio reinante en la casa a veces le resultaba insoportable y la oprimía
como un peso real y físico:
por
eso había tomado la costumbre de mantener encendido el aparato, para escuchar
aquel murmullo de voces incesantes y hacerse la ilusión de que otras personas
compartían su piso.
Se
había vuelto a quedar dormida cuando una fuerte ráfaga de viento hizo que el
sonido de la lluvia se tornase más violento, y le pareció, en aquel estado de
duermevela, que alguien llamaba con los nudillos.
Se
despertó sobresaltada, y, al instante se dio cuenta de que nada sucedía. Miró
lánguidamente a su alrededor y de pronto se sintió abrumada por todo el peso de
su soledad.
En frente la otra mecedora permanecía inmóvil. Reparó en ella como si hiciese
años que no la veía: la tapicería se conservaba en mejor estado, el estampado
aún tenía vestigios de su color original e instintivamente la comparó con
la que ella utilizaba a diario, absolutamente ajada. No en balde hacía ya siete
años que nadie se había vuelto a sentar en ella.
Todos
aquellos pensamientos encadenados la llevaron a rememorar la figura de Elías
sentado allí mismo: los dos solían pasar la tarde leyendo, escuchando música o,
simplemente, en amena y distendida charla.
Siete
años… ¡cuánto tiempo! Por esa misma asociación de ideas
recordó que era San Valentín; en sus treinta y dos años de casados jamás habían
dejado de celebrarlo. Ambos disfrutaban preparando una pequeña sorpresa para el
otro y brindando con una copita de cava después de cruzar sus regalos.
¡Elías
siempre había sido tan atento! Hasta el último año, enfermo de gravedad, había
tenido presente la fecha y ella se había echado a llorar como una tonta cuando
el repartidor de la floristería le entregó el magnífico ramo de rosas rojas.
Sin
darse cuenta se encontró mentalmente hablando con su marido.
-Seguro
que has sido tú quien ha llamado a la ventana hace un rato… ¿qué querías?, ¿despertarme, para que no olvide mi píldora de
las tres? ¿O quizás me venías a recordar que hoy es el día de los enamorados y
que tú sigues siendo mi Valentín?
Llegada
a este punto una idea le cruzó la cabeza, sintió que le acuciaba la necesidad
de volver a charlar con él, de contarle sus cosas, como antaño, de escucharle
de nuevo.
Se
levantó, impelida por un extraño resorte, y conectó su ordenador, escribiendo
en la sección de google, como al dictado:
“clarividente, medium”…
Y,
tras hallar una dirección y concertar una cita por teléfono, comenzo a
acicalarse, musitando en voz baja:
-Elías,
después de siete años, hoy volverás a tener tu regalo de San Valentín, te leeré
todos los poemas que escribí pensando en ti y de nuevo, tu y yo, estaremos
juntos, aunque sólo sea durante un rato.
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