TRANSMUTACIÓN.



Patricia tamborileaba nerviosamente sobre la mesa mientras decidía qué nombre escoger para el avatar que se estaba creando. Había oído hablar de Second life, pero hasta ahora nunca había tenido la suficiente curiosidad para entrar y comprobar por ella misma si era cierto todo lo que decían de este juego.
Patty era un nombre demasiado infantil, y aunque ella quería que le sonase familiar y no demasiado alejado del suyo propio, buscaba algo diferente, con más glamour… Tricia  –pensó- me gusta, es perfecto para mi nuevo yo, y como una concesión a la originalidad, pensó escribirlo con “z”. Ahora sólo queda elegir el apellido: Davidov.
Rellenó los formularios a toda prisa y en un momento su cuenta estaba creada.
El día de su jubilación le había llegado por sorpresa; no se hacía a la idea de que el tiempo hubiese pasado tan aprisa; apenas ayer era una chiquilla llena de vida, ilusiones y futuro, y luego, los años en aquel despachito de la Biblioteca municipal donde trabajaba, habían corrido fugaces y monótonos. Sus horas entre libros en el trabajo y en casa, donde devoraba insaciable las historias y los hechos que les acontecían a otros, sumergiéndose en aquellos relatos en los que podía tomar el papel de heroína y ser una intrépida agente del FBI, o una amante voraz y apasionada o la mismísima comandante de una nave estelar, en combate contra todo y contra todos para salvar al mundo.
Apareció su avatar en la pantalla del ordenador: Trizia Davidov era una figurita menuda, de andares atolondrados y algo desorientada en un mundo desconocido, que se asombró al verse tan bien recibida y con tantos otros avatares dispuestos a ayudarla. A los pocos días ni ella podía reconocerse. Un elegante y atrevido vestido de escote de vértigo y escasa faldita flexi se ceñía a su espléndida figura como una segunda piel, una skin de suave color melocotón y una vistosa melena cobriza, enmarcaban la belleza de su rostro de angelicales rasgos.
Patricia estaba encantada con su nueva apariencia y con su nueva vida, llenaba con ella el vacío de las horas que ya no había de pasar trabajando y pronto se hizo con una pequeña y escogida lista de contactos: su simpatía y su ingenio le granjeaban la amistad de cuantos la conocían. 
Al cabo de unos meses, Second Life no tenía secretos para ella: adoraba ir a las fiestas o eventos a los que la invitaban, hacía surf o escalada, había aprendido a construir, incluso hacía pequeñas incursiones en el mundo de los scripts y disfrutaba con todo ello… A veces era la madrugada y aún no se iba a dormir, de todos modos al día siguiente no había nada especial que hacer y por las mañanas todo el mundo estaba en sus quehaceres y la vida en SL resultaba más aburrida. Comenzó a dejar de salir a la calle, todo lo que necesitaba podía pedirlo por internet, le traían la comida del super una vez a la semana y solucionaba todos sus papeleos desde casa, gracias a la red.
Patricia nunca había sido coqueta, era por eso que en su pequeño piso no había lugar para espejos, sólo existía uno, de reducidas dimensiones, en el cuarto de baño, que le resultaba más que suficiente. Pero aquella mañana, amanecida bajo las punzadas de una insoportable jaqueca, ver el reflejo de su propia cara le pareció insufrible: aquella cara ajada de tez cetrina no era la suya. En la suya había una belleza radiante y sin edad, enmarcada por un bonito cabello cobrizo. ¿Dónde estaban aquellos ojos chispeantes, azules como el mar, los perfilados labios carnosos y de suave apariencia con los que se veía a sí misma en su pantalla? Rota de dolor y de rabia lanzó el bote de cristal que contenía sus píldoras para el dolor de cabeza contra la pulida superficie, haciendo que ésta se rajase con estrépito y le devolviese su patética imagen multiplicada. Luego, con sus tristes y cansados ojos anegados en llanto y una sombra de aguda depresión sobre el alma, recogió los trozos y los tiró a la basura. Nunca volvió a comprar otro.
Trizia Davidov era feliz.  Popular, encantadora y deseable, se sentía querida y valiosa. Pero para Patricia toda su vida era su segunda vida, la primera, había dejado de existir por completo. No se preocupaba de sí misma, comía cualquier cosa que se preparase en poco tiempo, dormía apenas unas horas. Sus jaquecas eran cada vez más frecuentes, había ganado peso a causa de la casi total inmovilidad y su aspecto general era lamentable. Pero Trizia estaba cada día más bella, más esplendorosa, absolutamente cautivadora.
Aquella mañana el teléfono sonó temprano. Patricia, malhumorada y medio dormida descolgó el auricular, maldiciendo en voz baja al causante de tal molestia. Al otro lado del hilo sonó la voz de su prima Adelaida.
-Patricia, tienes que venir, tía Carlota está muy enferma, se nos va...
-Pero es que hoy no voy a poder, estoy bastante ocupada…
-Patri, por favor, ya sabes lo que te quiere, mañana quizás sea tarde…  
-De acuerdo, voy para allá.
Atropelladamente Patricia saltó de la cama y buscó algo que ponerse para salir a la calle. Se daba cuenta de que hacía meses que no había necesitado hacerlo y cuando intentó vestirse notó con desagrado que su ropa ya no le venía, rebuscó hasta encontrar un vestido muy holgado, que ahora le apretaba por todas partes, pero que al menos podía cerrar, se calzó unos mocasines tan cómodos como viejos y tras pasar apresuradamente un peine por su cabello revuelto, se precipitó escaleras abajo.
Cruzó la calle entre distraída y atolondrada, la gente que iba y venía con prisas, el ruido de los coches, todo le resultaba absolutamente molesto, cuando, de pronto la vio. Vio su propia imagen reflejada en las vitrinas de unos escaparates forrados de espejos. Se sobresaltó y tardó unos segundos en comprender quien era aquella mujer desgarbada, cuyo pelo, lacio y canoso, caía desaseado sobre sus hombros sin la más mínima gracia, y cuyo cuerpo voluminoso estaba embutido en un horrible vestido pasado de moda. No, no era ella, ella no era así -se repitió-, mientras se daba la vuelta para huir de sí misma, trastornada, irreflexiva e imprudente, precipitándose hacia la calzada, donde el tráfico era muy denso a aquella hora del medio día. Imposible esquivarla, el golpe resonó con fuerza en medio del  bullicio reinante, los coches se fueron deteniendo, en breve se oyó la sirena de la ambulancia…
Patricia no sentía dolor, no oía la algarabía, se sentía ligera y liviana, parecía que veía la escena desde un punto lejano, ajena, a salvo. Vio cómo levantaban el cuerpo caído en mitad de la calle, un cuerpo que reconoció como suyo; reparó en que se le había caído un zapato, un precioso Stiletto de tacón de aguja, y los camilleros no se dieron cuenta de recogerlo. El elegante vestido azul de Armidi, que tanto le gustaba, porque era del mismo color de sus ojos, tenía la falda hecha jirones y manchada de sangre. La estaban depositando con cuidado en la camilla y sobre el blanco de la sábana su espléndida melena cobriza realzaba aún más los bellos rasgos de su cara, ahora de una palidez mortal. Patricia se sintió liberada y feliz y emprendió el camino hacia la luz.
                           
                                           

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