29 diciembre 2012

NO TIENEN ALAS...





La mañana se despertó calurosa y brillante, como tantas otras de aquel estío, invitando a huir de la ciudad y disfrutar de un día en la playa, con el único objetivo de dejarse acariciar por el radiante sol y gozar de las cálidas aguas del Mediterraneo.

Elena y Javier enfilaron la carretera de la costa pertechados con los mínimos enseres necesarios para pasar una tranquila jornada al borde del mar; en menos de una hora habrían llegado a su destino y el resto del día se les antojaba tan placentero que ya se solazaban degustándolo por anticipado.
Tras estirar sus toallas sobre la arena, se lanzaron al agua.

El sol ardía con toda la furia de que era capaz en el zénit de su esplendor y las aguas tibias les dieron la bienvenida como amables anfitrionas, acogiéndolos en su seno, donde, alegres y confiados, retozaron, nadaron y jugaron entre olas, perdiendo la noción del tiempo.

Elena se adentró nadando, alborozada por el placer que le producía el dejarse ir, con los ojos cerrados, llevada por sus ensoñaciones, sobre la mansa superficie del agua, hasta que un grito la sobresaltó:
-¡Elena, cuidado, el agua se está encrespando! ¡Vuelve aquí, estás muy lejos!
La voz de Javier sonaba angustiada.
Elena abrió los ojos, volviendo a la realidad y observó, estupefacta que la distancia que le separaba de su marido era mucho mayor de la que hubiese podido imaginar; apenas lo escuchaba, era como una figura lejana que agitaba los brazos con violencia y de la cual una fuerte corriente salida de nadie sabe dónde, se empeñaba en separarla.
La mujer hacía denodados esfuerzos por mantener la calma y se repetía a sí misma que todo saldría bien, que sólo era necesario no agotarse luchando contra las olas y, sobre todo, no dejarse llevar por el pánico.
La mar se había tornado tan brava que cualquier intento de ganar la orilla se le antojaba batalla perdida de antemano, la tormenta rugía mientras las olas comenzaban a envolverla y ya, solo a intervalos, podía ver la figura de aquel hombre que se debatía entre la desesperación y la impotencia, aquel hombre al que tanto amaba y del que, mentalmente comenzaba a despedirse.
Se sumió en una sentida plegaria mientras su cuerpo, exhausto, decidía sucumbir, cuando, surgidos de la nada, unos fuertes brazos la agarraron y sin saber cómo, en cuestión de segundos, sus pies tocaban firmemente la áspera arena de la playa. Javier, a su lado, la abrazaba tan fuerte que amenazaba con ahogarla, en un estallido de júbilo y nerviosismo...
-Por un momento creí que te perdía, y no podía hacer nada por remediarlo, -le susurraba entrecortadamente, presa de tremenda agitación- ¿estás bien?.
Elena se desasió del abrazo buscando con la vista al hombre que la había rescatado, aquel extraño que la acababa de salvar de perecer ahogada, apenas sin esfuerzo...
-Javier...¿dónde está? ¿Dónde está ese hombre que me ha sacado del agua?
-No lo sé, al abrazarte lo perdí de vista... No debe andar lejos. Sólo lo vi unos segundos... fue todo tan rápido...
Elena miró a su alrededor, el fuerte viento, las olas encrespadas y las gruesas gotas de lluvia habían hecho que, en cuestión de minutos, la arena quedase desierta.

Elena y Javier se miraron sobrecogidos e inmóviles bajo la lluvia que arreciaba sobre sus cabezas. Elena musitó...
-Ahora sabemos que no son como los pintan... los ángeles no tienen alas...
Javier asintió en silencio y ambos, aún abrazados, emprendieron el camino de vuelta a casa.

Eratalia.
Dic.2012


27 diciembre 2012

Pan y Siringa.




Permanecí emboscada tras unos arbustos un rato más, ansiosa de saber qué estaba ocurriendo, pero guardándome celosamente de ser vista.
Aquel grito atormentado y desgarrador me había helado la sangre en las venas y me sentía medio petrificada de terror... Observé que la maleza se agitaba y, al punto, unas jóvenes de radiante hermosura , aparecieron ante mí, atropellándose en su carrera, camino del río.
Tras ellas, segundos más tarde, otra silueta, de incomparable belleza, jadeante, y con las lágrimas corriendo por su angelical rostro, les imploraba socorro con la voz entrecortada por el miedo y la carrera.
Ví como, al fin, la esperaban, y tras un intercambio de ahogados susurros llenos de desesperación, la envolvían formando un apretado corro, musitando una salmodia.
Al instante siguieron su alocado rumbo, precipitándose a las aguas del rio, en las que desaparecieron nadando corriente abajo.
Sólo la bella de divino aspecto quedó quieta, como indolente estatua, junto al cauce.
El grito salvaje se volvió a escuchar, esta vez muy cerca, lo que me hizo sobresaltar aún más... en cambio, ella permanecía estática sin inmutarse, la mirada perdida, se diría –quizás yo alucinaba- que su grácil silueta comenzaba a desdibujarse...
Al fin apareció la grotesca figura del autor de los aullidos, con el semblante transmutado por la lujuria y la lascivia, sus cortas patas de macho cabrío, en trotecillo irregular, los brazos adelantados, dispuestos a ceñirse sobre la frágil presa...
Abalanzándose sobre ella la sujetó con fuerza, con brutal ansia, para darse cuenta al instante de que su objeto de deseo se acababa de desvanecer, y que sólo abrazaba un puñado de cañas, de las que surgía una débil y aflautada voz... era el viento que sonaba al pasar por ellas.
Desesperado, Pan arrancó la caña, destrozándola y lo ví partir, cabizbajo y hundido, con el trote irregular de sus patas de cabra, apretando fuertemente los trozos contra su sudoroso pecho...

24 diciembre 2012

MILAGRO EN NAVIDAD.



Adela se había dejado caer sobre la cama, abatida, triste, hundida… la llegada de las fiestas propiciaba aún más su melancolía, al comparar el bullicio de las calles abarrotadas de gente, las luces y la algarabía reinante fuera, con la soledad, las sombras y el vacío interior que poblaban su mente y su alma. Estaba harta de todo y de todos, quería cerrar los ojos y descansar… descansar para siempre, olvidar sus comidas en silencio, sus hastíos en las tardes tediosas, mirando sin interés los programas de la tele, sus sábanas siempre frías y su sueño, que era inquieto y desasosegado; día tras día el despertar no era más que la antesala de una nueva jornada vacua y sin interés.
La mirada vagando por el techo, macilento y marchito el rostro, el gesto torcido, el cuerpo laso… no esperaba ya nada de la vida y empezaba a pensar que era absurdo prolongarla.
Una idea brotó como una llamita mortecina en algún rincón de su cabeza: no sería tan malo reposar para siempre, al contrario, podría suponer una dulce liberación poner punto y final a esta parodia de existencia que padecía desde hacía ya algunos años.
Sí. Él se fue y la dejó sola, no tenía derecho a hacerlo, debería haber sido más fuerte por ella, haber luchado más contra la terrible enfermedad que lo minó por dentro, pero sucumbió y se dejó ir. Y ahora ella quería seguirle. Pero ¿cómo hacerlo? Le horrorizaba sufrir, el dolor la espantaba, quería algo, suave y apacible, dormitar hasta partir…

El estrepitoso sonido del teléfono la sobresaltó, interrumpiendo el hilo de sus pensamientos; hacía mucho tiempo que nadie la llamaba y no imaginaba quién podía ser. Fastidiada por tan súbita perturbación, se incorporó en la cama y aún dudó si merecía la pena hacer el esfuerzo de cogerlo, pero la curiosidad pudo más que su apatía y al fin descolgó el auricular.
-¿Adela?- dijo una voz desconocida.
- Sí, soy yo, ¿quién es?- musitó a duras penas.
- Supongo que no te acuerdas ya de mí, hace siglos que no nos hemos visto. Soy Manuela, fuimos juntas a la universidad. Estaba buscando cosas en un mi buhardilla para llevar a un mercadillo benéfico, ya sabes, es Navidad… y entre los libros he encontrado una agenda de aquella época con toda la gente de nuestra promoción, llevo toda la tarde intentando localizarlos, muchos han cambiado de número, pero he conseguido contactar con nueve: Susana, Miguel, Andrés, Javier, Teresa…
- Javier, ¿Javier Alpuente?- preguntó con un hilillo de voz, mientras los recuerdos se agolpaban en su mente acompañados de un cúmulo de sensaciones que la hicieron despertar de pronto. Javier, su amor de juventud, su primer amor… ¡eran tan jóvenes!
- Sí, el mismo. Pobre chico, me ha contado que tuvo hace unos años un divorcio de lo más traumático y parece que aún no se ha rehecho del todo…No tenía ganas de ver a nadie, pero al final le he convencido y me ha prometido que vendrá. Bueno, que hemos quedado para cenar todos juntos mañana por la noche, ¡supongo que podemos contar contigo, será estupendo, ya lo verás!
- Yo no… no sé… ¿mañana por la noche?... no sé si…
- ¡No te hagas de rogar! Además si no recuerdo mal Javier y tú erais buenos amigos; hazlo por él, ¡igual puedes ayudarle!
-¿Yo? Bueno, lo pensaré, dime a qué hora y dónde…

Al colgar el auricular notó que un nuevo calor acariciaba su alma. Al fin y al cabo era Navidad… podía ser que mereciese la pena hacer un nuevo esfuerzo por vivir y, a lo mejor… ¿por qué no creer en los milagros?