23 febrero 2013

LA NOVELA

 




«Así, cuando la tarde acabó de caer, los habitantes de la pequeña aldea abandonaron, en silencio, la plaza, dejando a merced del viento el cadáver carbonizado del heresiarca». 
Fin.

Edelmiro suspiró al concluir su última frase y cerró el pequeño portátil, quitándose las gafas, que depositó, parsimonioso, en el interior de su funda.

Era su primera novela y le había llevado años documentarse a fondo en un tema que siempre le había parecido de una atractiva y morbosa oscuridad: el de las sectas, los herejes y las inquisiciones a lo largo de la Edad Media. Tanto le había apasionado este asunto que su tesis doctoral, al acabar la carrera, se había centrado en él y había conseguido una puntuación cum laude de la que se sentía orgulloso.

Años después la idea de convertir todo el saber acumulado al respecto en una novela se había abierto camino en su cerebro y ahora, era el momento culminante, la apoteosis, el colofón… ¡estaba terminada!

Su mujer, mientras había vivido, le había tildado de pusilánime y falto de empuje, de haberse adocenado en su insignificante puesto de profesor de instituto sin sacar partido a sus supuestas cualidades como escritor, de no atreverse a nada fuera de la rutina, y ahora, a pesar del resquemor que aquellos recuerdos le producían, se sentía pletórico de dicha, como si por sus venas corriese una nueva savia que le confería el gozo incomparable de saberse capaz, de haberlo logrado. Estaba seguro de que sería un éxito, no le cabía la menor duda.

Cuando abandonó el despacho del editor, unas lujosas oficinas situadas en el corazón de la ciudad, sus hombros estaban tan hundidos que el ligero abombamiento que la edad había proyectado sobre su espalda se veía ahora magnificado, de tal manera que parecía haber envejecido de golpe más de diez años. Aun resonaban en sus oídos las frías palabras del librero:

-Su libro plasma sin duda su buen hacer, pero carece de garra para ser un best-seller, no creo que se vendiesen más de diez ejemplares, lo siento muchísimo, pero esta editorial no piensa hacerse cargo de su publicación.

Era el mismo argumento, con parecidas palabras, que le habían repetido en cinco editoriales distintas tras haber leído su novela…

La frustración se le había atravesado en el abdomen como un nudo indisoluble, su alegría, evaporada, su autoestima, desvanecida; se sentía realmente un fracasado, incapaz de volver a experimentar el menor atisbo de respeto por sí mismo.

Cuando cruzó el zaguán de su edificio, se le veía desencajado, macilento y visiblemente turbado, y tan abstraído que ni siquiera oyó al portero del inmueble, que le saludó al verlo:

-Buenos días, Don Edelmiro. ¿Se encuentra usted bien?

Ignorándolo, siguió su camino sin desviar la vista del suelo. Llamó al ascensor de manera automática, y, una vez dentro de la cabina, pulsó el último botón sin reparar, aparentemente, en lo que hacía. Una idea fija ocupaba toda su mente: huir. Huir de la vergüenza y acabar con aquel sentimiento angustioso que le atenazaba la garganta como una garra invisible.

Cuando el ascensor se detuvo en la azotea no dudó, se encaminó con paso decidido hacia el angosto pretil que se asomaba sobre la bulliciosa ciudad y, mirando fijamente hacia el infinito y sin titubear, se abalanzó resueltamente hacia el vacío.






VOLVER A AMAR.





La sala estaba abarrotada por el numeroso público que se había congregado para asistir al espectáculo. Los últimos rezagados iban llegando, apenas unos minutos antes de que diese comienzo la función de la noche, sacudiendo los paraguas empapados y desprendiéndose ávidamente de gabardinas e impermeables mojados. Dentro, el ambiente era cálido y acogedor y las butacas, cómodas.
Emilio procedió a arrellanarse tan confortablemente como pudo, y se preparó para disfrutar de la velada, que se prometía muy agradable.
Se alzó el telón, se apagaron las luces, se hizo el silencio. Una figura menuda, cruzó el proscenio, contoneándose con una sensualidad arrolladora hasta colocarse justo en el centro, y, como por ensalmo, un excitante juego de luces y colores llenó el escenario. Otros actores aparecieron en escena y comenzó la representación.
Era una obra de corte vanguardista, con unos efectos imposibles y un lenguaje en el que cada palabra era un  sinsentido. Las luces y las sombras eran la perfecta coreografía para aquél desfile de personajes extraños y desequilibrados que resultaban tan pronto hilarantes, como deprimentes, pero hacían vibrar los íntimos resortes del entregado público.
Acabada la primera parte, Emilio salió a visitar el ambigú; no le gustaba ir solo al teatro, pero aquella noche fría de invierno se alegraba de estar allí, entre la gente, pues, tras su recién estrenado divorcio, la casa, a veces, se le hacía demasiado grande. Últimamente su mujer y él reñían por fruslerías, cualquier pretexto era bueno para enzarzarse en ásperas discusiones, y su relación había acabado convertida en una tediosa batalla campal. Al final el sentido común se impuso y la separación vino a traer de nuevo la calma a su vida. Demasiada calma. Más bien experimentaba el vacío y, aunque no la echaba de menos a ella, si le faltaba un alma con quien compartir ansiedades, temores, alegrías y desvelos, pero no quería reconocerlo. Si hacía un ejercicio de introspección, solo veía resentimiento y la incapacidad de volver a enamorarse…
Salió de sus abstracciones al acabar su café, dispuesto a olvidarlo todo durante, al menos, el rato que durase el segundo acto. Volvió al patio de butacas y se sentó de nuevo.
La función le estaba pareciendo, como mínimo, entretenida, y se volvió a centrar en ella, atento a los circunloquios que mantenían los actores entre sí, con un lenguaje inusual y, a veces, oscuro, que no admitía la mínima distracción.
Y de pronto, el escenario se iluminó con un resplandor como de relámpago y apareció la protagonista subida en un extraño andamiaje, ante un original telón de fondo que simulaba una tormenta… Gesticulaba y se balanceaba con tal ímpetu asida a la frágil barandilla, que, en mitad de su monólogo, esta cedió y en un instante su menudo cuerpo se precipitó al vacío.


El público se puso en pie, sin saber, en principio, si era una puesta en escena de auténtico realismo o acababan de presenciar un nefasto accidente. Emilio, como propulsado por un resorte, se encontró en el escenario, apartando al corrillo de actores que rodeaban el cuerpo de la chica, mientras decía:
-Déjenme pasar, soy médico, ¡deprisa, llamen a una ambulancia!

Tras un rápido y somero reconocimiento de la muchacha, advirtió con alivio que, aunque se encontraba inconsciente, sus constantes vitales se mantenían...
Pasadas unas horas ella despertó en la cama del hospital. Emilio, sin saber por qué, se había quedado toda la noche a su lado y dormitaba en el incómodo sillón junto a su cabecera. Al notar cierto movimiento, abrió los ojos, y, al verla tan desvalida, un inmenso sentimiento de ternura se apoderó de su alma, la tomó de la mano y musitó:
-Tranquila, duerme, todo está bien, yo te velo…
Y en el fondo de su corazón renació el deseo de compartir su vida, de volver a despertar cada día con alguien que rellenara el oscuro hueco que ahora había, donde antes hubo un amor palpitante; en resumidas cuentas: de volver a amar.




17 febrero 2013

LA MAZA



Entró de espaldas al local, no queriendo perder de vista la calle. Sabía que le perseguía, implacable, su asesino y no pensaba darle la oportunidad de cogerlo desprevenido.
Caminando hacia atrás cruzó la tienda, sin reparar en un pequeño escabel que se encontraba en el suelo, lo que le hizo trastabillear y caer.
Golpeó con la cabeza los pies de una armadura del siglo XV, que era la mejor pieza de la tienda de antigüedades y el impacto hizo que se soltase la exquisita maza barretada enganchada en el guantelete. Los clavos le hendieron el  craneo .
El asesino, ya sin trabajo que hacer, giró sobre sus talones y se marchó calle abajo.

14 febrero 2013

SAN VALENTÍN



La lluvia arreciaba, provocando un repiqueteo monótono y constante en los cristales de la ventana.
Emilia, adormecida, se balanceaba sobre la vieja mecedora, con los ojos entrecerrados.
Estaba sentada frente al televisor, pero no seguía con atención el programa; a decir verdad no le interesaba en absoluto.
Hacía años que aquellas series insulsas habían dejado de interesarle, pero el silencio reinante en la casa a veces le resultaba insoportable y la oprimía como un peso real y físico:
por eso había tomado la costumbre de mantener encendido el aparato, para escuchar aquel murmullo de voces incesantes y hacerse la ilusión de que otras personas compartían su piso.
Se había vuelto a quedar dormida cuando una fuerte ráfaga de viento hizo que el sonido de la lluvia se tornase más violento, y le pareció, en aquel estado de duermevela, que alguien llamaba con los nudillos.
Se despertó sobresaltada, y, al instante se dio cuenta de que nada sucedía. Miró lánguidamente a su alrededor y de pronto se sintió abrumada por todo el peso de su soledad.
En frente la otra mecedora permanecía inmóvil. Reparó en ella como si hiciese años que no la veía: la tapicería se conservaba en mejor estado, el estampado aún tenía vestigios de su color original e instintivamente la comparó con la que ella utilizaba a diario, absolutamente ajada. No en balde hacía ya siete años que nadie se había vuelto a sentar en ella.
Todos aquellos pensamientos encadenados la llevaron a rememorar la figura de Elías sentado allí mismo: los dos solían pasar la tarde leyendo, escuchando música o, simplemente, en amena y distendida charla.
Siete años… ¡cuánto tiempo! Por esa misma asociación de ideas recordó que era San Valentín; en sus treinta y dos años de casados jamás habían dejado de celebrarlo. Ambos disfrutaban preparando una pequeña sorpresa para el otro y brindando con una copita de cava después de cruzar sus regalos.
¡Elías siempre había sido tan atento! Hasta el último año, enfermo de gravedad, había tenido presente la fecha y ella se había echado a llorar como una tonta cuando el repartidor de la floristería le entregó el magnífico ramo de rosas rojas.
Sin darse cuenta se encontró mentalmente hablando con su marido.
-Seguro que has sido tú quien ha llamado a la ventana hace un rato… ¿qué querías?, ¿despertarme, para que no olvide mi píldora de las tres? ¿O quizás me venías a recordar que hoy es el día de los enamorados y que tú sigues siendo mi Valentín?
Llegada a este punto una idea le cruzó la cabeza, sintió que le acuciaba la necesidad de volver a charlar con él, de contarle sus cosas, como antaño, de escucharle de nuevo.
Se levantó, impelida por un extraño resorte, y conectó su ordenador, escribiendo en la sección de google, como al dictado:
“clarividente, medium”…
Y, tras hallar una dirección y concertar una cita por teléfono, comenzo a acicalarse, musitando en voz baja:
-Elías, después de siete años, hoy volverás a tener tu regalo de San Valentín, te leeré todos los poemas que escribí pensando en ti y de nuevo, tu y yo, estaremos juntos, aunque sólo sea durante un rato.