VOLVER A AMAR.




La sala estaba abarrotada por el numeroso público que se había congregado para asistir al espectáculo. Los últimos rezagados iban llegando, apenas unos minutos antes de que diese comienzo la función de la noche, sacudiendo los paraguas empapados y desprendiéndose ávidamente de gabardinas e impermeables mojados. Dentro, el ambiente era cálido y acogedor y las butacas, cómodas.
Emilio procedió a arrellanarse tan confortablemente como pudo, y se preparó para disfrutar de la velada, que se prometía muy agradable.
Se alzó el telón, se apagaron las luces, se hizo el silencio. Una figura menuda, cruzó el proscenio, contoneándose con una sensualidad arrolladora hasta colocarse justo en el centro, y, como por ensalmo, un excitante juego de luces y colores llenó el escenario. Otros actores aparecieron en escena y comenzó la representación.
Era una obra de corte vanguardista, con unos efectos imposibles y un lenguaje en el que cada palabra era un  sinsentido. Las luces y las sombras eran la perfecta coreografía para aquél desfile de personajes extraños y desequilibrados que resultaban tan pronto hilarantes, como deprimentes, pero hacían vibrar los íntimos resortes del entregado público.
Acabada la primera parte, Emilio salió a visitar el ambigú; no le gustaba ir solo al teatro, pero aquella noche fría de invierno se alegraba de estar allí, entre la gente, pues, tras su recién estrenado divorcio, la casa, a veces, se le hacía demasiado grande. Últimamente su mujer y él reñían por fruslerías, cualquier pretexto era bueno para enzarzarse en ásperas discusiones, y su relación había acabado convertida en una tediosa batalla campal. Al final el sentido común se impuso y la separación vino a traer de nuevo la calma a su vida. Demasiada calma. Más bien experimentaba el vacío y, aunque no la echaba de menos a ella, si le faltaba un alma con quien compartir ansiedades, temores, alegrías y desvelos, pero no quería reconocerlo. Si hacía un ejercicio de introspección, solo veía resentimiento y la incapacidad de volver a enamorarse…
Salió de sus abstracciones al acabar su café, dispuesto a olvidarlo todo durante, al menos, el rato que durase el segundo acto. Volvió al patio de butacas y se sentó de nuevo.
La función le estaba pareciendo, como mínimo, entretenida, y se volvió a centrar en ella, atento a los circunloquios que mantenían los actores entre sí, con un lenguaje inusual y, a veces, oscuro, que no admitía la mínima distracción.
Y de pronto, el escenario se iluminó con un resplandor como de relámpago y apareció la protagonista subida en un extraño andamiaje, ante un original telón de fondo que simulaba una tormenta… Gesticulaba y se balanceaba con tal ímpetu asida a la frágil barandilla, que, en mitad de su monólogo, esta cedió y en un instante su menudo cuerpo se precipitó al vacío.


El público se puso en pie, sin saber, en principio, si era una puesta en escena de auténtico realismo o acababan de presenciar un nefasto accidente. Emilio, como propulsado por un resorte, se encontró en el escenario, apartando al corrillo de actores que rodeaban el cuerpo de la chica, mientras decía:
-Déjenme pasar, soy médico, ¡deprisa, llamen a una ambulancia!
Tras un rápido y somero reconocimiento de la muchacha, advirtió con alivio que, aunque se encontraba inconsciente, sus constantes vitales se mantenían...
Pasadas unas horas ella despertó en la cama del hospital. Emilio, sin saber por qué, se había quedado toda la noche a su lado y dormitaba en el incómodo sillón junto a su cabecera. Al notar cierto movimiento, abrió los ojos, y, al verla tan desvalida, un inmenso sentimiento de ternura se apoderó de su alma, la tomó de la mano y musitó:
-Tranquila, duerme, todo está bien, yo te velo…
Y en el fondo de su corazón renació el deseo de compartir su vida, de volver a despertar cada día con alguien que rellenara el oscuro hueco que ahora había, donde antes hubo un amor palpitante; en resumidas cuentas: de volver a amar.

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