Dicho así, abiertamente, Serafino Repulido de Sotogrande era un berzotas. En su
casa lo sabían, pero desde chico se lo habían consentido todo, e incluso más.
Sería por aquella afección pulmonar que dio la cara cuando aún era un chavalín,
que sus papás lo mimaron sin mesura, y que cualquier paparrucha salida de su
boca era festejada cual si de un accésit del Nobel se tratase, lo que le fue
engrosando la autoestima hasta tal punto que casi no le cabía en el cuerpo.
Tal cúmulo de memeces convirtió a Serafinín en el hazmerreír
de sus compañeros de colegio, que no por el hecho de ser de alta alcurnia y
tronío, estaban menos ávidos de vapulear al prójimo en cuanto la ocasión se
presentase, y dado el proceder melindroso y gazmoño del sujeto que nos ocupa,
las ocasiones se multiplicaban como hongos en abril, haciendo las delicias de
compañeros y “amigos”, que nunca antes habían tenido tan a mano un mequetrefe con aires de grandeza a quien
lanzar los dardos más punzantes o hacer objeto de las bromas más
pesadas.
Serafino se debatía entre su necesidad de notoriedad y la
incomprensión del por qué de la chacota general en cuanto abría la boca, pues,
no era consciente del grado de mentecatez de la que hacía ostentación, como
otros la hacen de su agilidad mental.
Pasados los años de la tiranía estudiantil, de los que salió
ileso a duras penas y con su inconmensurable autoestima algo magullada y
ligeramente adelgazada, Serafino se entregó a la labor ardua y difícil como
pocas de saber en qué gastar su tiempo, ya que su peculio familiar le eximía de
la necesidad de dedicarse por obligatoriedad a ningún tipo de trabajo
remunerado.
Viajó por todo lo largo y ancho del planeta, empleando su
fútil existencia en gastar ingentes cantidades de inhaladores antiasmáticos ,
haciendo exhibición de sus inagotables caudales y sus afectadas maneras, para
conseguir que, en cualquier reunión, las miradas, por uno u otro motivo, se
mantuviesen pendientes de él y de sus melifluos ademanes.
Pero he aquí que el destino caprichoso, ese hado
juguetón y a veces incoherente, que
decide lo que va a ser de cada uno, tenía algo muy especial reservado para él.
Llegó pues a Cuba un buen día, convertido ya en impenitente
trotamundos, -de lujo, eso sí, siempre acompañado de un escogido séquito de
bien pagados acólitos- y decidió escudriñar a fondo el lugar: se le había
terminado el mundo conocido y sólo le quedaba aquel pequeño reducto de
connotaciones exóticas y seductoras.
Queriendo hacer de la experiencia un acto sublime, decidió
embarcarse en un cayuco para remontar el Toa. Con ánimo de dotar a la excursión
de aires aventureros y arriesgados, decidió prescindir de la casi totalidad de
su comparsa, que quedaron resignados a su suerte en el hotelito cinco estrellas
de la playa caribeña donde habían asentado sus reales.
Antes de subir a la pintoresca y típica embarcación, con los
enseres precisos y su primero de a bordo como única compañía, vio en la orilla
del río un cayarí de vivo color rojo que se entretenía en hacer un
agujero donde ubicar su residencia.
Don Serafino, que a la sazón ya peinaba canas, permaneció
pensativo largo rato: había pasado su vida de acá para allá y no se le conocía
morada fija, ni ganas de tenerla, y ahora, a la vista del humilde cangrejo
sentía la imperiosa necesidad de fundar un hogar.; se imponía la necesidad de
cambiar de vida, de dar el salto…
Y, antes de que pudiera percatarse del suceso, el cayuco cogió
gran velocidad y… saltó en mil pedazos arrastrado por la corriente, al
abalanzarse sin freno al vacío sobre una monumental caída de casi veinte metros
de altura.
Cuando despertó, aún se hallaba tumbado sobre una parihuela,
rodeado de beldades que le cuidaban con esmero. No recordaba nada de lo
sucedido, pero de momento tampoco parecía importarle mucho. Pensó que, a lo mejor, no había en su vida anterior nada
digno de recordar y que, quizás, todo lo bueno estaba aún por venir…