DE VUELTA AL HOGAR








La tarde caía lenta sobre el oscuro arrabal, pobre, triste, destartalado. Cuatro casuchas viejas con techumbres de uralita enseñaban sus ventanas desvencijadas, en amarga sonrisa, al viandante que, con paso cansino, diríase que arrastrando los pies,  se dirigía, sendero arriba, camino del cerro. El semblante ajado, la ropa vieja, los zapatos desgastados y, a la espalda, una deslucida mochila de color imposible, conteniendo todo su ajuar y sus exiguas posesiones…
A lo lejos, en lo alto, vislumbró cuatro paredes desdentadas que se mantenían erguidas a duras penas, reducto ruinoso de lo que en otros tiempos debió ser villa o castillo palaciego. Un trozo de verja retorcido, contorsionándose ante la desesperanza, intentaba cortar el paso al extraño, que avanzaba sin prisa, como el que nada tiene por hacer y goza de todo el tiempo del mundo para hacerlo.
Flanqueó sin dificultad los herrumbrosos restos, enmohecidos y oxidados, entre los que las hierbas del campo, malas hierbas, eran las únicas que se atrevían a proporcionar algunas notas de color, en aquel desolado atardecer.
El desconocido escudriñó los muros, recios, altos, erosionados por las inclemencias del tiempo y por los años de descuido y abandono, sumido en sus pensamientos. Imaginó, más que recordar, cómo eran aquellos muros cincuenta años atrás, antes de que la erosión de viento, las tormentas y los pequeños saqueos hubieran acabado con todo lo que contenían, hasta con aquellas cosas de más ínfimo valor. Se asomó al interior por uno de los huecos derruidos, antaño ventanales, y su mirada se detuvo en una pequeña sombra que cruzaba la estancia con vivaz serpenteo: ratones de campo -pensó- son los únicos capaces de habitar un lugar así, tan hostil y tan inhóspito. Se estremeció.
Rodeó los restos de la casa y encontró una pequeña puerta, ya innecesaria puesto que los agujeros de las destrozadas paredes dejaban el acceso expedito al interior. De cualquier modo, prefirió penetrar en lo que quedaba de la vivienda a través de ella, sintiendo el apremiante rechinar de los goznes cuando la empujó, no sin esfuerzo.
Se sentó sobre los resto de un pilar hallado en medio de lo que debió haber sido el patio central. Miró al cielo, pensativo, calibrando en somera ojeada si la noche se presentaba serena o había riesgo de lluvias, costumbre que había adquirido a lo largo de los años que llevaba pernoctando a la intemperie.
El recién llegado, parsimoniosamente abrió la mochila, extrajo de ella una raída manta, un pack de yogures caducados, recogidos de los contenedores de basura del último centro comercial por el que había pasado hacía un par de días, y un libro, con las tapas tan gastadas y recomidas que habían perdido el color y en las que apenas se acertaba a adivinar el título: “El extranjero”, Albert Camus. De entre las hojas se deslizó una antigua fotografía cuyo color había mudado hasta convertirse en sepia.
Aunque la conocía de memoria, la observó con atención, en ella, una señora de amable semblante se hallaba sentada en un pilar, en medio de un bello patio alicatado al estilo andaluz y circundado de flores multicolores en macetas de todas las formas y tamaños. Sobre su regazo, un pequeño varón chupaba con aire feliz una piruleta. Ambos sonreían mirando a la cámara.
Él, a su pesar, también sonrió. Eran buenos tiempos. Luego sobrevino la ruina de la familia, se acabaron las tardes risueñas, todo fue de mal en peor y un buen día, sin saber cómo ni por qué, se encontró vagabundeando en busca de la fortuna que nunca encontró, ganándose la vida de mala manera, sobreviviendo…
Sorbió el contenido de los envases de yogur, paladeando aquel regusto agrio y desabrido, como su propia existencia. Fue un largo peregrinar, sin dinero, sin comida, sin amigos. Mendigando aquí y allá, robando a veces, para subsistir. 
Y, después de tantos años, cansado y enfermo, el deseo de volver al terruño, de ver lo que quedaba de su infancia enterrada allí, en lo más alto del cerro.
Envuelto en sus ensoñaciones del pasado se acurrucó en un rincón sobre su manta, aterido y famélico y, cerrando los ojos, sintió la paz de hallarse de nuevo en casa, al fin, de vuelta al hogar.

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