LA PROCESIÓN





La procesión avanzaba solemnemente por el centro de la ciudad, iluminada tan sólo por los cirios que portaban los penitentes y los candelabros que adornaban los tronos. Todas las miradas se centraban en el nuevo manto de la Virgen Dolorosa, obra de las más insignes bordadoras de la región, en cuyo centro sobresalía, matizado y a realce, un hermoso y esplendente tucán cuyo plumaje, en negro, anaranjado y escarlata destacaba enormemente del entramado de hilos de oro que formaban su base.
La comitiva la cerraba el Cristo del Perdón, de la Cofradía del mismo nombre y, tras él, cuatro nazarenos redoblaban sus tambores entelados, cuyos sonidos monocordes y letárgicos rasgaban el aire de la noche primaveral, impregnándolo de tristeza.
Una multitud abigarrada asistía al desfile que, al girar por la emblemática calle de la Frenería, en el mismo corazón del casco antiguo, necesitaba aplastarse contra las paredes de los edificios, dado lo angosto del pasaje. Al desembocar en la placeta, no sin dificultad, los costaleros, casi al unísono, emitieron un suspiro de alivio…
En un balcón, una mujer menuda y enjuta, envuelta en negra mantilla rompió a cantar una sentida saeta. La algarabía cesó, el paso se detuvo y en un instante la mayoría de rostros expresaban la emoción del momento, serios, concentrados en la escucha… El silencio resultaba sobrecogedor.
De pronto, un relámpago abrió el cielo. Todo el mundo volvió sus ojos hacia lo alto, sorprendidos, como si una llamada de atención les acabase de iluminar. De algún lugar partieron los comentarios sobre aquel juego de luces puesto en marcha, sin duda, desde alguna azotea, para dar vistosidad al cortejo… los murmullos, maravillados ante la magnificencia de tal evento, no cesaban de preguntarse de dónde exactamente habían partido los resplandores que estaban convirtiendo en claro amanecer aquella noche de pasión.
El malentendido se deshizo por sí sólo cuando, instantes después, un sinfín de rayos, como enormes culebras de luz, empezaron a romper el firmamento, cruzándolo de lado a lado. No llovía. Sólo el espectáculo escalofriante de una tormenta seca en todo su esplendor acompañado ahora por el retumbar encolerizado de los truenos.
La saeta murío en la garganta de la mujer, que quedó paralizada por el terror: el trono, ante su balcón, envuelto en llamas, hendido probablemente por uno de los rayos, que nadie sabía si era caído del cielo o había partido de la propia imagen doliente.
La muchedumbre, expectante, mantenía ahora un silencio sepulcral, mientras algunos se dejaban caer de rodillas, anonadados y confundidos, intentando buscar en su memoria aquellas plegarias olvidadas desde su niñez.
El fuego formaba una enorme pira, pero en medio, la imagen del Cristo, incombustible, permanecía incólume.
Los rezos empezaron a surgir susurrantes y apenas balbucientes, para transformarse, de modo paulatino, en voces que oraban a pleno pulmón, arrebatadas y poseídas por un entusiasmo tal que parecían rayar el éxtasis.
Pasados unos minutos, el fuego desapareció, dejando a la vista un trono tan espléndido como lo era antes del suceso: Las flores, reverdecidas, el brillo de los candelabros que lo flanqueaban, deslumbrante.
El mayordomo de la cofradía, como si acabase de salir de un trance hipnótico, golpeó con fuerza el frontal del paso, y los costaleros, todos a una, se pusieron en marcha con aquel andar acompasado que confería a la imagen su cadencioso caminar…
Cuando la comitiva desapareció en la lejanía, y el repiqueteo de los tambores era sólo un eco, nadie osaba preguntarse si lo visto había sucedido en realidad o habían sido víctimas de un fenómeno de alucinación colectiva. La plaza se tornó desierta, pero el desasosiego de la duda quedó anidando para siempre bajo aquellos balcones, que se ahora se mostraban ligeramente calcinados.

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