EL EQUILIBRIO




Conducía con desgana,  medio abstraída en mis pensamientos y ajena a la monotonía de la carretera, cuando, justo al salir de una curva,  un pintoresco pueblecito apareció ante mis ojos, sacándome de mis cavilaciones.
En realidad no pensaba en otra cosa que no fuese mi deseo de huir y perderme, al menos durante los días que durasen mis vacaciones. Había tomado la decisión de salir disparada, sin previsiones, sin reservas de hotel, sin ruta prefijada, siguiendo el camino que me fuese marcando mi propio albedrío.
Aquel pueblecito de casas encaladas, pequeñas y blancas que parecía refulgir bajo la canícula de agosto, atrajo poderosamente mi atención haciendo que me  desviase de la carrerta principal por un angosto camino.
He llegado, pensé. Aquí es dónde me voy a instalar para olvidarme de todo. Este aire tan limpio me despejará los sentidos y se llevará mis preocupaciones: por fin desaparecerá esta horrible cargazón que me pesa en la cabeza y en el alma.
Me apeé del coche delante de una construcción algo diferente al resto de las casas de alrededor y ligeramente apartada de ellas: el edificio tenía dos plantas y una cierta apariencia de vetusto abolengo.
La verja que lo rodeaba estaba abierta; constaté que la puerta principal, también. Deduje por tanto que la antigua vivienda estaba ahora dedicada a la hostelería y penetré en ella sin dilación alguna.
No había nadie, la semioscuridad que proporcionaban las persianas casi bajadas, confería a la estancia una deliciosa sensación de frescor que contrastaba con el asfixiante bochorno del camino. Lo primero que llamó mi atención fue un descomunal mosaico en la pared, donde, bajo una enorme balanza, formada toda ella por pequeñísimas teselas de colores, se podía leer la siguiente máxima:
“Situado en alguna nebulosa lejana hago lo que hago, para que el universal equilibrio de que soy parte no pierda el equilibrio.” Antonio Porchia
En un instante dejé vagar mi inquieta mirada por el resto de la espaciosa pieza que hacía las veces de recepción. Sobre el original  mostrador taraceado con conchas marinas, una ingente cantidad de pequeños cachivaches se hallaban diseminados sin orden ni concierto, dando una sensación de cuidado descuido. Algunos folletos turísticos que exhibían maravillosas vistas de la zona y unos maceteros de rústica apariencia con plantas de interior, acababan de dar un toque a aquel lugar que comenzó a gustarme de inmediato.
En medio del maremagnun observé una pequeña campanita de bronce, desmayada sobre un cenicero y pensé si sería lo propio utilizarla para descubrir mi presencia en la casa. La agité, primero con timidez, luego con más bríos, sin obtener respuesta, pero al momento una voz modulada llegó hasta mí, pidiendo paciencia, lo que me hizo sentir absurdamente impetuosa.
Entonces salió. Con un marcado acento argentino me preguntó si deseaba alojamiento, y el tiempo que tenía pensado permanecer allí, algo que incluso yo misma ignoraba: ¿Dos días, tres, una semana, varias? Opté por decir una semana, aunque siempre estaba a tiempo de arrepentirme. Me pidió la documentación y me rogó que firmase un impreso.
Me adelanté decidida hacia el mostrador, del que había permanecido separada unos pasos. Aunque mis ojos ya se habían acostumbrado a la semipenumbra, no había reparado aún en los dos estrechos escalones que se erigían ante él, al estilo de los altares de las iglesias; avancé decidida y contenta por haber hallado aquel local que tan agradable me resultaba, cuando, sin constatar aún qué estaba pasando, me ví de bruces sobre la superficie taraceada; en mi deseo ciego de asirme a algún punto de equilibrio, barrí literalmete todo lo que se encontraba a mi paso y, para consumar el estropicio, la preciosa kentia se vino abajo, volcando el contenido íntegro de la maceta sobre el montón de objetos que yacían ahora desparramados y rotos sobre el suelo.
Me sentía tan ridícula que no atinaba ni a balbucir palabras coherentes de disculpa. A punto estaba de darme la vuelta para salir corriendo y olvidar el despropósito, cuando el  argentino, rodeando el mostrador, empezó a recoger los pedazos del suelo, entre divertido y regocijado ante mi cara de estupor y el destrozo reinante, mientras decía:
-Por fin una buena razón para poder quitar del medio esta colección de recuerdos de mi vida, no sé por qué, pero parece que, de pronto, me he liberado de un montón de cosas... me pregunto si tu pérdida de equilibrio, no habrá ayudado a que yo recupere el mío.
Agradecida y tranquilizada por sus palabras, me acuclillé a su lado y comencé a recoger yo también los trozos rotos de mi antigua existencia...

2 comentarios:

  1. Vaya Era, no sabía que también tenías por aquí relatos, me he parado en este, porque al igual que a tu protagonista me llama la atención y me encantan estos pueblo tan blanquitos.
    La historia está estupenda, pero claro, me he quedado con ganas de más. ¿El argentino no es un tío guapo y atlético?...
    Bueno pues nada. Es que me he tomado unas vacaciones del mono, jajaja.
    Besitos encanto.

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  2. ¡Hola! Gracias por aparecer por aquí a dejarme tu simpático comentario. El argentino es a gusto del consumidor, ¡la imaginación al poder!
    Un beso.

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