AMBICIÓN





El obispo del condado de Fliesburg descendió del carro de modo majestuoso, con orgullo y parsimonia.
No le importaba hacer esperar al Conde, bien al contrario, quería dejar patente desde el principio que él no estaba sometido a sus órdenes ni a sus fueros. Desde que el soberano había confirmado su nombramiento conseguido tras múltiples y oscuros manejos, estaba dispuesto a seguir escalando hasta llegar a lo más alto, costase lo que costase.
Esperaba que el Conde saliese en persona a darle la bienvenida, pero no fue así. Sabía que Grosventre abominaba de él y que había intentado por todos los medios a su alcance boicotear su nombramiento como obispo, pero finalmente él había salido victorioso. Siempre era bueno guardar un as en la manga, y las mangas de su abigarrado traje clerical eran suficientemente anchas como para ocultar entre sus pliegues no una, sino varias barajas completas.
Llegaré a lo más alto –pensó una vez más- esto es sólo un primer peldaño. El arzobispado de Blackcrow, quedará en breve desierto, si todo marcha según mis planes. Después vendrán los ropajes cardenalicios, y luego, ¿por qué no? el solideo blanco sobre mi cabeza y el anillo del pescador en mi dedo…
Mientras, el Conde Grosventre, se retorcía las manos, intentando urdir un plan que le librase de aquel obispo petulante y odioso, al que sabía capaz de las más funestas artimañas. Algo se le habría de ocurrir, se imponía pensar con astucia, maquinar la treta que le salvase del abismo al que, si no encontraba una solución adecuada, se vería abocado en breve.
Un criado con librea bicolor anunció con voz potente:
-Wicked Nogood , Excelentísimo Obispo de Fliesburg.
Con la más hipócrita de sus sonrisas dibujada en el rostro, el conde dio la bienvenida al recién llegado, sin ni siquiera levantarse del ostentoso trono sobre el que descansaba su rolliza figura. Cruzadas las cuatro frases protocolarias y aduciendo que el obispo debía estar muy cansado tras el largo viaje, despachó al recién llegado, emplazándole para una audiencia al día siguiente.
La noche fue eterna. Reunido con Sir Fawning, su hombre de confianza, Grosventre elucidaba estratagemas para librarse del malquisto convidado. En un par de días seguiría su camino para tomar posesión del palacio episcopal y una vez instalado allí y rodeado de su séquito sería más complicado tenerlo a su merced. Se imponía hallar una drástica solución a los futuros problemas que adivinaban.
Podríamos preparar una emboscada cuando reanude su camino –terció Fawning- los proscritos son frecuentes en estos bosques, a nadie le extrañaría… O quizás unos polvos disueltos discretamente en su copa harían un buen trabajo.
-No quiero que eso ocurra puertas adentro de mi castillo, sería demasiado engorroso. Creo que la primera opción es la más acertada. No quiero saber los detalles. ¡Se acabó el ocio! Vamos, vete y prepáralo todo.
Al día siguiente, tras el copioso almuerzo y antes de retirarse a sus aposentos para el apetecido descanso, Wicked Nogood pidió visitar el castillo. Amante del arte y del lujo, era conocedor de las joyas que en él se encerraban, tapices de incalculable valor, piezas de orfebrería de inusitada belleza… El condado de Fliesburg era de los más ricos del país y él quería verlo todo antes de partir.
Recorrieron las fastuosas estancias hasta las escaleras que subían hacia la torre del homenaje, que también insistió en visitar. Comenzaron la ascensión por la angosta escalinata que se retorcía sobre sí misma en incontables ocasiones. A medida que progresaban, los escalones eran cada vez más altos y estrechos y el ascenso más arduo, pero ninguno de los dos quería confesar su manifiesto cansancio y continuaban penosamente…
Faltaba poco para alcanzar las almenas, final del recorrido, y ambos presentaban una respiración jadeante y entrecortada. El obispo fue el primero en doblarse sobre sí mismo, miró al conde con los ojos llameantes de miedo e indignación, mientras se asía a él balbuciendo:
-Canalla, me has envenenado…
Pero antes de desplomarse, pudo observar que, a su vez el conde, con una mueca de dolor crispándole el rostro hacía esfuerzos por mantenerse en pie.
Unos segundos más tarde ambos se precipitaban al vacío por el hueco de la escalera de caracol, aferrados el uno al otro, unidos para siempre en su mutuo odio.
Abajo, Sir Fawning, disimulando una sonrisa de júbilo, pensó en las explicaciones que daría, sencillas y convincentes: El obispo y el conde se enzarzaron en una feroz disputa y cayeron desde arriba, cuando estaban a punto de llegar a lo más alto.
Y se escabulló como una sombra felina.

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