25 marzo 2014

EL SABOR DE LAS CEREZAS


Era una tarde lenta, pesada y aburrida, como tantas otras. Después de intentar en vano relajarse en el sofá del salón, seguía sintiéndose soliviantada por los hechos acaecidos la tarde anterior. Aquel conciliábulo familiar le había dejado un amargo sabor de boca y una cierta inquietud que no la abandonaba. Una noche de insomnio no es lo que más favorece en estos casos, y la suya lo había sido al cien por cien.
Necesitaba una distracción, algo para romper la rutina en la que se había instalado, y que, de alguna manera, le confería sensación de seguridad, de sentirse a salvo.
Pensó en leer algo, pero en aquellos momentos dudaba de su capacidad de concentración; de todos modos tomó un libro de la estantería: “El sabor de las pepitas de manzana”. Lo había comprado hacía semanas y aún no había encontrado el momento de comenzarlo: “una casa heredada, un árbol y muchos recuerdos…” leyó en la contraportada, quizás aquello era justo lo último que necesitaba en aquel instante, pero le llamó la atención el pensar que esa frase acababa de adquirir para ella un significado distinto.
Pasó por la cocina, buscando algo que picar para acompañar la lectura. El frigorífico presentaba un precario estado de abandono que le hizo pensar en su propia dejadez: Varias piezas de fruta, algunos yogures de soja y un cuenco con cerezas era todo lo que había en su interior.
Tomó el cuenco, el libro, una manta grande de suave algodón y un par de cojines y salió al jardín buscando un rincón fresco donde aposentarse; atraída por el inconfundible aroma de las hojas de la higuera, formó bajo ella una improvisada yacija y se tumbó.
Comenzó la lectura: “Tía Anna murió con dieciséis años de una neumonía que no fue posible curar porque la enfermedad le había roto el corazón…”
Entrecerrando los ojos miró a lo lejos. El cielo azul brillante del estío se fundía con las montañas que circundaban aquel lugar de calma y quietud. Bajo el pequeño reducto de frescor que le brindaba la higuera, con la espalda apoyada en el grueso tronco, puso atención a los latidos de su corazón que parecían chocar unos con otros en un alocado discurrir, quizás su corazón también estaba roto, como el de aquella Anna que había muerto cuando aún era casi una niña, y se preguntó, mientras masticaba indolente las cerezas, por qué los aromas y los sabores tienen tal poder de evocación: el sabor de las pepitas de manzana, el sabor de las cerezas. Se vio a sí misma con las cerezas colgadas de las orejas:
-Mira mis pendientes, mami. ¿A que son los más bonitos que has visto nunca?
-¿Pero qué has hecho, cielo?¡Llevas las mangas de la blusa manchadas de rojo!
- No es nada, mami, me caí jugando sobre el cuenco de cerezas y despachurré unas cuantas… ¿A que estoy muy guapa con mis pendientes nuevos¿ ¿A que sí, mamita?
¡Cuántos años y cuántas cerezas habían pasado desde entonces! El recuerdo le arrancó una media sonrisa.
Necesitaba tranquilizarse y rumiar todo lo acaecido durante los últimos días, demasiados cambios sobrevenidos de golpe estaban a punto de desequilibrarla y no podía permitir que tal cosa sucediese. Se fue resbalando blandamente desde el tronco hasta quedar reclinada sobre los cojines, abandonó el libro sobre su pecho y acabó de cerrar los ojos recitando mentalmente un mantra de sanación:
Om Arkaya Namaha, Om Arkaya Namaha, Om Arkaya Namaha… y mientras la paz se instalaba de nuevo en sus venas, por fín, se quedó dormida.

LA PROCESIÓN





La procesión avanzaba solemnemente por el centro de la ciudad, iluminada tan sólo por los cirios que portaban los penitentes y los candelabros que adornaban los tronos. Todas las miradas se centraban en el nuevo manto de la Virgen Dolorosa, obra de las más insignes bordadoras de la región, en cuyo centro sobresalía, matizado y a realce, un hermoso y esplendente tucán cuyo plumaje, en negro, anaranjado y escarlata destacaba enormemente del entramado de hilos de oro que formaban su base.
La comitiva la cerraba el Cristo del Perdón, de la Cofradía del mismo nombre y, tras él, cuatro nazarenos redoblaban sus tambores entelados, cuyos sonidos monocordes y letárgicos rasgaban el aire de la noche primaveral, impregnándolo de tristeza.
Una multitud abigarrada asistía al desfile que, al girar por la emblemática calle de la Frenería, en el mismo corazón del casco antiguo, necesitaba aplastarse contra las paredes de los edificios, dado lo angosto del pasaje. Al desembocar en la placeta, no sin dificultad, los costaleros, casi al unísono, emitieron un suspiro de alivio…
En un balcón, una mujer menuda y enjuta, envuelta en negra mantilla rompió a cantar una sentida saeta. La algarabía cesó, el paso se detuvo y en un instante la mayoría de rostros expresaban la emoción del momento, serios, concentrados en la escucha… El silencio resultaba sobrecogedor.
De pronto, un relámpago abrió el cielo. Todo el mundo volvió sus ojos hacia lo alto, sorprendidos, como si una llamada de atención les acabase de iluminar. De algún lugar partieron los comentarios sobre aquel juego de luces puesto en marcha, sin duda, desde alguna azotea, para dar vistosidad al cortejo… los murmullos, maravillados ante la magnificencia de tal evento, no cesaban de preguntarse de dónde exactamente habían partido los resplandores que estaban convirtiendo en claro amanecer aquella noche de pasión.
El malentendido se deshizo por sí sólo cuando, instantes después, un sinfín de rayos, como enormes culebras de luz, empezaron a romper el firmamento, cruzándolo de lado a lado. No llovía. Sólo el espectáculo escalofriante de una tormenta seca en todo su esplendor acompañado ahora por el retumbar encolerizado de los truenos.
La saeta murío en la garganta de la mujer, que quedó paralizada por el terror: el trono, ante su balcón, envuelto en llamas, hendido probablemente por uno de los rayos, que nadie sabía si era caído del cielo o había partido de la propia imagen doliente.
La muchedumbre, expectante, mantenía ahora un silencio sepulcral, mientras algunos se dejaban caer de rodillas, anonadados y confundidos, intentando buscar en su memoria aquellas plegarias olvidadas desde su niñez.
El fuego formaba una enorme pira, pero en medio, la imagen del Cristo, incombustible, permanecía incólume.
Los rezos empezaron a surgir susurrantes y apenas balbucientes, para transformarse, de modo paulatino, en voces que oraban a pleno pulmón, arrebatadas y poseídas por un entusiasmo tal que parecían rayar el éxtasis.
Pasados unos minutos, el fuego desapareció, dejando a la vista un trono tan espléndido como lo era antes del suceso: Las flores, reverdecidas, el brillo de los candelabros que lo flanqueaban, deslumbrante.
El mayordomo de la cofradía, como si acabase de salir de un trance hipnótico, golpeó con fuerza el frontal del paso, y los costaleros, todos a una, se pusieron en marcha con aquel andar acompasado que confería a la imagen su cadencioso caminar…
Cuando la comitiva desapareció en la lejanía, y el repiqueteo de los tambores era sólo un eco, nadie osaba preguntarse si lo visto había sucedido en realidad o habían sido víctimas de un fenómeno de alucinación colectiva. La plaza se tornó desierta, pero el desasosiego de la duda quedó anidando para siempre bajo aquellos balcones, que se ahora se mostraban ligeramente calcinados.





24 marzo 2014

TARDE DE PERROS





La tarde transcurría apacible, el sol estaba a punto de ponerse y yo observaba distraída las incipientes plantas. Mi perro, Rex, correteaba alrededor con aire juguetón y mi marido tomaba el fresco tumbado en la hamaca.

De súbito apareció un rostro apergaminado entre los cipreses del jardín aledaño. Una voz áspera y ronca sonó discordante, intentando hacerse comprender en un inglés salpicado de palabras inconexas, entre las que se podía entender:

-¿Miércoules, you aquí?

A mí, debo confesarlo, siempre me asusta esa voz furibunda de bebedora impenitente de cazalla, por lo que, al tiempo que disimulaba un respingo causado por la impresión, echaba una mirada suplicante a mi marido para que viniese en mi ayuda, mientras farfullaba en mi macarrónico inglés:

-Can I help you? I don’t understand you…

Al instante, mi vecina inglesa se vio rodeada por sus cinco perros ladrando al unísono: Dos imponentes bóxer con cara de malas pulgas –por qué será que dicen que los perros se parecen a sus amos- y tres de tamaño pequeño. El mío, se unió al coro y al instante nadie podía entenderse en medio de tal escandalera; (en silencio tampoco nos entendemos por los problemas de idioma, pero entre la barahúnda infernal de ladridos, menos).

El caso es que mi marido, por señas, le indicó a la vecina que mejor salíamos a la puerta para intentar esclarecer el asunto sin verja por medio.

-Yo dogs closed casa –dijo ella y desapareció llevándose consigo a toda su manada.

Nosotros salimos fuera seguidos por nuestro perrito juguetón, dejando entornada la puerta.

Momentos después la señora se dirigía a la suya y a la vez que gesticulaba y manoteaba en el aire intentaba explicarnos lo que pretendía de nosotros, -mientras nos fulminaba con miradas asesinas que reflejaban su estupor al ver que no hablamos inglés fluido como se supone que es nuestra obligación, y mostrando claros signos de desesperación por ello- pero visto que la comprensión aún no era al cien por cien nos instó a seguirla jardín adentro para explicarnos in situ lo que nos pedía hacer durante el día que iba a estar ausente –miercoules- que, en resumidas, y después de muchas aproximaciones –error/acierto- a lo que iba diciendo (yo me sentía como Chicco traduciendo a Harpo) no era otra cosa que proveer a sus perros de agua durante todo el día.

Involucrados al cien por cien en la ardua conversación y ajenos a todo lo que no fuese el esfuerzo por entenderla, casi nos pasó desapercibido que Rex, husmeaba por el jardín ajeno, adentrándose confiado hasta la parte posterior de la casa.

De pronto lo vimos cruzar como un rayo en dirección a la salida y, antes de que comprendiésemos lo que estaba sucediendo, vimos con estupor a los dos imponentes bóxer, frenéticos y furiosos persiguiéndolo como almas poseídas por el diablo, indignados ante la intromisión y –lo que era más sorprendente- absolutamente libres.

Inmediatamente mi marido salió corriendo detrás, yo llegué hasta mi cancela, donde quedé indecisa, sin saber qué hacer, estupefacta, imaginando ya al pobre Rex despedazado y a mi esposo ensangrentado por el ataque de los coléricos perros al haberse metido por medio en el ataque… Estaba dando pasitos adelante y atrás mientras pensaba a mil por hora qué hacer, angustiada, cuando veo una sombra moverse tras la cancela y un par de ojillos temerosos que me miran con zozobra.

-¡Rex! –exclamo llena de alegría- ¡Estás aquí, pillín, los engañaste!

Entro, nos abrazamos, -mi perro abraza que es un contento- le palpo el cuerpo en busca de magulladuras o heridas y de pronto se vuelve a hacer la luz en mi cerebro:

-¡Mi marido! Estará enloquecido buscándolo, tengo que avisarlo de inmediato.

Salgo al camino sin querer perder tiempo en cambiar ni siquiera mi calzado, que dada la premura de las circunstancias, aún conservo puestas unas insignificantes chanclas de dedo, en absoluto aptas para andar triscando por los abruptos campos; he avanzado apenas unos pasos cuando veo aparecer directos hacia mí, tan furibundos como antes, a los dos bóxers que regresan sin su presa. Me doy la vuelta tan deprisa como las chanclas me lo permiten y justo a tiempo de cerrar la puerta de la verja, ya tengo a los dos encaramados sobre ella, ladrando con la rabia de no poder entrar.

Puedo oír los dientes de Rex que castañetean casi al ritmo de los míos, mientras siento su presencia suave y temblorosa pegada a mis piernas.

Visto que su misión ha fracasado, los iracundos animales siguen la loca carrera hacia su casa..

De nuevo me lanzo a la búsqueda de mi marido, al que sé ajeno al transcurso de los acontecimientos y al que imagino buscando como alma en pena a su queridísima mascota…

Avanzo por el camino fatigosamente y por fin una silueta a lo lejos me hace dar saltos de alegría: Extiendo los brazos hacia arriba y los cruzo frenéticamente para que advierta mi presencia, ya que lo veo parado e indeciso, mientras chillo a pleno pulmón:

-¡¡¡Ven, ven, está aquí, está bien, vente, vente!!!

Vista su inmovilidad avanzo a cortas carrerillas para no caer de bruces por culpa de las chanclas y al acercarme un poco más, sin dejar de hacer aspavientos, me quedo patidifusa: aquel hombre de altura y hechura semejante no es mi marido, observo horrorizada como sus dos perritos vienen juguetones y ladradores a subírseme a las piernas, mientras yo balbuceo cosas inconexas al reconocer que es otro vecino del lugar. Intento justificarme en mi spanglis, y le explico atropelladamente:

-My dog is in my house, but my husband is lost… looking for my husband…

Ni idea de lo que debió entender, -espero que no creyese que buscaba un marido y por eso le hacía señales desesperadas- porque me contestó con mil preguntas de las que no entendí ninguna… Mientra él llamaba a sus perros, yo, con absoluta descortesía lo dejé hablándome sin parar, mientras corría a trompicones por la vereda, y a medida que me alejaba volvía la cabeza gritándole “I don’t know, I don’t know…”

Tras un rato que me pareció interminable vi, esta vez sí, la silueta de mi marido que volvía bastante cariacontecido y preocupado, pero, al parecer, ileso. Al cerciorarme de que no me equivocaba, volví a las andadas, ansiosa como estaba de que se tranquilizara y desde lejos me acerqué dando voces.

-¡¡Está en la casa, está bien, se había metido en la casa…!!

Nerviosos y relatándonos la odisea con dos monólogos superpuestos, nos íbamos contando lo sucedido: la carrera, el vecino, el perrito oculto en casa…

Poco a poco nos fuimos relajando de camino al hogar, cuando nos encontramos al señor inglés que había sacado su coche y andaba a la búsqueda y captura del marido perdido -supusimos-, pues cuando nos vio a los dos felices y contentos, paró a preguntar si todo estaba all right, y girando el vehículo marchó hacia su casa.

Al entrar de nuevo en nuestro jardín reparamos en el fortísimo hedor, un olor espantoso que nos hizo conscientes de que el miedo huele. El miedo y un “regalito” con el que nuestro cachorro nos había obsequiado y que lucía esplendido sobre la gravilla.

En fin, fue una tarde de perros, pero con un casi happy end.

07 marzo 2014

ATRAPADA EN LA RED


Entreabrí los ojos pesadamente. Mis párpados eran dos plomizas persianas que se resistían a mi voluntad. Me incorporé con gran esfuerzo y miré a mi alrededor, me costaba reconocer el lugar donde me hallaba. Ya no estaba acostumbrada a madrugar tanto y me daba la sensación de que la luz entraba aun tan filtrada que lo veía todo en blanco y negro. Oí el repiqueteo de la lluvia. Lo que me faltaba para acabar de animarme —pensé— y me puse en pie.

Me arreglé lo más rápidamente que pude, repasé el contenido de mi maletín y allí seguían mis herramientas de trabajo: rotuladores de color, lápices, gomas, guías didácticas… Lo cerré satisfecha de la inspección y salí.

No me gustaba llegar con la hora justa y menos el primer día. Tenía por delante media hora, pero si encontraba atasco me fallarían los cálculos e incluso podría llegar tarde.
Estaba nerviosa e intentaba abrir los ojos con esfuerzo, pero los párpados eran como espesas celosías que se negaban a desaparecer y que me ofrecían un aspecto distorsionado de las cosas.
Di un acelerón y frené bruscamente. No podía modular los movimientos. Permanecía aturdida y una sensación de irrealidad me envolvía y me encrespaba.

Por fin llegué ante la verja de colegio. La lluvia arreciaba y las imponentes siluetas de los árboles se confundían con las de las farolas que flanqueaban las zonas deportivas.
El agua que caía furiosa chocaba contra las gradas de cemento, rebotando con fuerza. No se veía a nadie.

Llevaba un viejo paraguas en la guantera para los casos imprevistos; al abrirlo, las varillas se separaron violentamente y la tela cayó en jirones como un cuervo al que, de súbito, el viento arrancase las alas. Lo deseché y corrí patio a través intentando guarecerme bajo mi propia cartera.

Entré al edificio. La puerta no tenía la llave echada, pero no se escuchaba ruido alguno. Me asaltó la duda: Quizás me había confundido, era sábado o festivo, o me había equivocado de fecha. Todo podía ser, menos aquel silencio sepulcral en una escuela. Impensable.
La sala de profesores estaba vacía. Pensé darme la vuelta y volver a casa, volver al abrigo acogedor de mi cama, rebobinar el tiempo, pero en vez de eso me precipité escaleras arriba, hacia mi aula. Me maliciaba que algo muy extraño estaba pasando y quería descubrir qué era.

Me detuve sofocada y jadeante delante de la puerta cerrada. La bruma gris envolvía el pasillo, casi me costaba descubrir el pomo. Lo así con mano trémula, lo giré lentamente. Tenía la garganta tan seca que me parecía de lija.  Tragué saliva con esfuerzo y abrí.

La sorpresa me paralizó. Los alumnos estaban sentados en sus sillas, silenciosos e inmóviles, treinta pares de ojos que me escrutaban, sus rostros carecían de expresión.
Intenté dar un paso atrás, pero el miedo me mantenía clavada al suelo.
Con torpes, lentos y mecánicos movimientos los niños comenzaron a levantarse. Flemáticos e indolentes, sin mover un solo músculo de la cara avanzaban de manera unánime hacia mí.

Espantada me fijé en sus ropas rotas, sucias, raídas, parecían un hatajo de indigentes alienados. Observé que comenzaban a extender sus manos suplicantes hacia mí. Era como una marea lenta pero inexorable y yo permanecía petrificada.

Intenté correr, huir, dar la espalda, pero mis piernas parecían fosilizadas. Los de las primeras filas ya estaban a pocos milímetros y sus ojos, que de lejos se me antojaron escrutadores, de cerca me parecían absurdamente vacíos.

Entonces la vi. Era una grieta enorme, a mi izquierda, justo en medio de la pizarra digital.
Con un acopio inusitado de concentración y agilidad, salté ante mi propia sorpresa y me introduje certeramente a través de ella.
Los vi aproximarse, palpar torpemente la pantalla una y otra vez, con sus pequeñas manos abiertas y desconcertadas.
Comprendí que la grieta se había cerrado, que yo estaba atrapada dentro de la estrecha oquedad, del otro lado de aquella lámina blanca que antes era para nosotros una ventana al mundo, a los conocimientos, a la erudición y también a las falsedades de la red.

Desde mi insólito reducto vislumbraba la escena. Uno tras otro fueron girando con parsimonia y en cuestión de segundos volvieron a su posición inicial, retomando sus rígidas posturas.

Un sonido me taladró el cerebro. Lo reconocí. Era la breve sintonía de Windows. ¡El ordenador se estaba poniendo en marcha! ¡Tenía que escapar de él!

Intenté con denuedo alargar un brazo y las yemas de mis dedos rozaron un extraño artefacto que al principio no reconocí. Pero su tacto fue mágico, la pesada bruma se disipó como por ensalmo y, entre aliviada por salir de la horrenda pesadilla y algo angustiada por mi primer día de clase, apagué el despertador, salté de la cama y marché descalza camino de la ducha.




24 febrero 2014

TITIRITERO





Acabada la función se sentó desmadejado en la acera. A su lado, enganchados a los hilos de la cruceta, los pequeños títeres sin vida; delante de sí, una vieja gorra desgastada que recogía algunas monedas, fruto de la compasión de la gente.

Mientras liaba un escaso pitillo, el titiritero oyó una voz autoritaria que decía:
—¿Cuánto por el del gorro verde?
Alzó los ojos y se encontró frente a un semblante adusto, surcado de arrugas.
—No está en venta, señora.
—No se ande con remilgos. No me diga que piensa comer con las cuatro perras que tiene dentro de esa renegrida gorra. Le pagaré bien. Ese muñeco le va a encantar a mi nieto, no es nada corriente. Le gustará hacerlo danzar.
—No está en venta, señora.
—¡Será pazguato! Pues cuando el hambre le roa las tripas ¡cómaselo!, a ver si lo encuentra tierno…


Cuando la señora, airada, hubo dado la media vuelta, el hombre, parsimoniosamente, se dispuso a recoger sus cosas. Pisó la colilla y luego, con todo cuidado, enrolló los hilos de los muñecos y los depositó en el interior de una raída bolsa de lona, plegó el biombo que le servía de teatrillo y con él bajo el brazo se dirigió a las afueras de la ciudad, donde había hallado una casa desocupada en cuyo amplio portal solía pasar las noches.

Estaba cansado. Se arrebujó en su chaqueta y se dispuso a dormir junto a sus escasas pertenencias.
—Buenas noches —musitó, como para sí mismo.
—Buenas noches —respondieron unas imperceptibles voces, opacadas por el grosor de la tela.
El estómago del titiritero rugía de hambre, pero él se sentía bien. Nunca se desprendería de sus únicos amigos.