25 marzo 2022

ERROR FATAL

 


Había perdido el norte, sin duda alguna lo había perdido y me hallaba a la deriva.

El cielo, algodonoso de nubes henchidas de agua, amenazaba con abrirse sobre mi cabeza, y ponía telón de fondo a mis negros pensamientos.

Seguí caminando ajena a la realidad circundante, imbuida de un gran desasosiego, convencida de que mi vida carecía de sentido, que nada tenía ya arreglo, que el desastre se cernía sobre mi desazonado espíritu.

Un acompasado repiqueteo empezó a sonar a mi alrededor; por inercia me refugié en un portal cercano y esperé, contra toda esperanza, que la angustia que me encogía el alma desapareciera como por ensalmo, que todo estuviese bien, que la pesadilla en la que me hallaba inmersa solo hubiera sido eso: un mal sueño.


Con la mirada perdida seguí el trayecto del agua de la lluvia: una estrecha canal la abocaba a la calle, pero algunas gotas rebeldes saltaban algo más allá, para dejarse deslizar suavemente por el poste del alumbrado público...

Miré de manera desapasionada mis magníficos zapatos Weitzman, salpicados de forma inclemente por el pertinaz aguacero y ni siquiera sentí pena por ellos, aunque me habían costado una pequeña fortuna. Me estaba dando cuenta, por primera vez, de que en la vida había cosas más importantes que un par de zapatos...

Intenté tranquilizarme y poner en orden mis ideas.

Mi psiquiatra siempre me decía que debía tomar distancia de las cosas, que de ese modo todo se relativiza, se ve más pequeño y pierde fuerza. Me gustaba mi psiquiatra, era competente, refinado, tenía unos modales exquisitos que me fascinaban. Sí, desde el primer momento había habido química entre nosotros y eso ayudaba a que me sintiera confiada en su presencia, a que tuviese fuerzas para afrontar aquellas cosas que me sobrepasaban. Era una ayuda de inestimable valor en el devenir de mi existencia, mi soporte, mi particular gurú, al menos así lo percibía yo.


La lluvia me dio un respiro y decidí lanzarme a la carrera calle abajo. La consulta de Eduardo estaba tan cerca que ni siquiera había pensado en coger el automóvil, en dos minutos pisaría el suntuoso portal de la vetusta casa donde recibía las visitas. Y ese pensamiento me tranquilizó. Soñaba con estirarme sobre el confortable diván y vaciarme de mis cuitas. Aunque no hubiese solución para lo sucedido, él me ayudaría a superarlo, estaba segura.


Entré atropelladamente en su despacho, dejando asombrada a la enfermera que prácticamente no tuvo tiempo de reaccionar. Lo saludé con tal nerviosismo que Eduardo por un instante se sintió confuso; me pidió que me tranquilizase y me acompañó al diván, se caló las gafas, y se dispuso a escucharme atentamente.


No sabía ni cómo empezar, así que preferí ir directa al asunto:

—¡Doctor, ayúdeme, se lo ruego! No sé cómo ha podido ocurrir... pero esta mañana... me puse en la cara la crema nutritiva de noche en lugar de la hidratante de día... ha sido un error fatal que me tiene al borde del infarto...



ELUCUBRACIONES DE UNA INSOMNE

 


A veces, durante esas noches en las que Morfeo se olvida de mí, y permanezco alerta mientras las horas, inexorables e indolentes se desgranan en su afanoso transcurrir, me asgo con fuerzas al tablón de mis ensoñaciones como única posibilidad de mantenerme a flote en el proceloso mar de la locura, sin dejarme sucumbir hastiada por la desesperación que produce el insomnio pertinaz.

Es en ese momento cuando, de manera involuntaria, cruzo la línea entre lo real y lo imaginado, mis pensamientos se diluyen en imágenes oníricas que me hacen sospechar que duermo sin saberlo o que mi mente huye de la contaminación de lo auténtico para dejarse mecer por el vaivén de una dúctil marea de fantasías.

A veces, durante esas noches en las que Morfeo se olvida de mí, llego a una experiencia casi mística, observando de modo extático y reverente esos extraños vislumbres que se configuran cuando mi entramado neuronal hace conexiones desatinadas e imprudentes, azogadas e inquietas que me llevan al más puro estado contemplativo: los colores y las imágenes se suceden cambiantes y tornadizas, recordándome las formas volubles y efímeras que toman las nubes en su pacífico discurrir por la bóveda celeste.

Si las escudriño atentamente puedo ver de manera clara sucesos y ambientes que no sé a dónde pertenecen, ya veo bucólicas escenas familiares, cuyos componentes exhiben rostros desconocidos para mí, que inmediatamente dan paso a otras, absolutamente opuestas…

Si están alojadas en mi cabeza quizás sean producto de mis vidas anteriores. Hay teorías que preconizan que es la memoria del alma la que guarda esos recuerdos, porque desenterrarlos nos proporcionaría un gran daño emocional...

En esos momentos abjuro de mis creencias más estables y considerando las cuantiosas y variopintas posibilidades del ser, me dejo envolver por esa mezcla de excitación y calma, mientras buceo mentalmente en ese inexplicable maremágnum de efímeros bocetos en su continuo surgir y evaporarse.

No intento comprender, sólo miro.

Pero al final se impone mi buen juicio, dejo de mirar hacia mis adentros y abandono el lecho. Me envuelvo en mi cálido albornoz y me siento en el borde de la bañera, mientras escucho el suave murmullo del agua tibia al caer, luego, sumergida en ese oasis de relajación, invocaré de nuevo a Morfeo, para que se digne bajar hasta mi tálamo...



13 marzo 2022

LA BIBLIOTECARIA



 —Adela, ¿qué haces con la luz encendida?

—Nada, mamá.

—¡Pues ya la estás apagando!

—Sí, mamá.

Adela habría querido tener una linterna para poder arrebujarse bajo las sábanas y continuar leyendo, estaba en lo más interesante de la historia, le quedaban apenas unas páginas y no sabía si Matilda por fin podría desembarazarse de sus padres e irse a vivir con la señorita Honey. Seguro que la señorita Honey la hubiese dejado leer todo lo que ella quisiera, pero su madre no, su madre repetía continuamente:

—¡Te vas a estropear la vista de tanto leer! ¡Señor, qué niña, vaya manera de perder el tiempo!

—Ya he hecho los deberes y me sé las lecciones ¿qué quieres que haga?

—¡Pues ponerte a bordar, por ejemplo! Ya sabes que tienes ahí la tela para el juego de cama que te regaló tu madrina. Tendrías que dibujarla y comenzar la tarea.

—Pero es que estoy harta de bodoques, realces y festones. ¡Menudo regalo, en vez de algo interesante, me trae metros de sábanas que no me hacen falta!

—No digas tonterías, cuando te cases bien que te gustará tener el ajuar completo y eso no se hace solo. O qué quieres ¿Que te regale libros?

—No pienso casarme, mamá. Y si me casara las sábanas estarían ya amarillas y carcomidas. Por si no te acuerdas, tengo once años…

—Y al ritmo que llevas tendrás treinta y las sábanas estarán sin bordar. Fin de la conversación. Ya sabes dónde están los hilos.

Adela ansiaba leer, le seducían todas esas historias ajenas en las que se adentraba para vivir vidas que no eran la suya… Hacía ya muchos años que las sábanas bordadas estaban a buen recaudo en el altillo de su armario, impregnadas de olor a naftalina. Tras acabar la carrera había conseguido un puesto de bibliotecaria en el pequeño pueblo donde residía, lo que era una suerte porque podía seguir viviendo en casa y cuidando de su anciana madre.

—Adela, ¿qué haces con la luz encendida?

—Nada, mamá.

—Pues apágala. Veo el resplandor y me molesta, no me dejas dormir.

Y Adela encendía un pequeño flexo en su mesilla, tapaba la rendija de debajo de la puerta con una toalla vieja y podía seguir leyendo hasta altas horas de la madrugada.

A Adela no le importaba demorarse en la biblioteca. Cuando su compañera se iba, ella se quedaba alegando siempre trabajo pendiente, unos libros que catalogar, recolocar los que habían devuelto a última hora… Y cuando estaba sola, ese reino de papel, letras y tinta, era su reino. El silencio sepulcral del recinto parecía llenarse de conversaciones quedas, como si los libros se contasen unos a otros el maravilloso tesoro que contenían.

Y aunque volvía cada tarde cansada y le agotaba cuidar a su despótica madre, el insomnio se había ido instalando en su vida y ella, lejos de preocuparse, estaba encantada porque la noche le pertenecía: cuando su madre callaba vencida al fin por el sueño, y llegaban las horas del letargo, ella se entregaba febrilmente a la lectura, y dejaba que su corazón latiese atropelladamente.


Aquella tarde se había quedado sola en la biblioteca. Escuchaba los susurros de los libros, y se disponía a reorganizar una pequeña sección de literatura juvenil. Se encontraba especialmente cansada, se repantigó en el sillón y cerró los ojos.

—Señorita Adela, ¿quiere que le ayude a colocar todos esos libros? Para mí no es ningún esfuerzo; ya sabe… lo haría con mis poderes.

—¿Quién eres tú? ¿De dónde sales? ¿De qué poderes…? ¡Matida! ¡Mi querida y admirada Matilda!

—Señorita Adela. He venido a ayudarla. Déjeme ayudarla. Todos queremos hacerlo, porque está usted muy cansada. Deme la mano, venga conmigo, se sentirá mucho mejor.

Adela miró a Matilda. Efectivamente la niña no estaba sola, aunque le costaba trabajo identificar a los demás. Estaba con ella una joven vestida de blanco, ¿sería la enfermera de Brunete? Y ese caballero tan delgado que la acompañaba, sería… No pudo seguir identificándolos porque notó un agudo pinchazo y la sala volvió a quedar sumida en la penumbra.

—Pobre mujer, si ya llevaba tiempo al borde de un colapso nervioso —dijo la enfermera del SAMU que le había inyectado el tranquilizante.

—Menudo susto que se llevó la otra chica, cuando la encontró ahí, entre esas pilas de libros, fue una suerte que hubiese olvidado las llaves del coche, y nos avisara rápidamente.

Mientras Adela, despierta en el mundo de sus fantasías literarias, conseguía por fin identificar al caballero de la triste figura, mientras le tomaba el pulso.

—Ya le he reconocido, Don Alonso —le dijo en un susurro—, y mire que la gente decía que se había vuelto loco de tanto leer, como si eso fuera posible…