El cielo, algodonoso de nubes henchidas de agua, amenazaba con abrirse sobre mi cabeza, y ponía telón de fondo a mis negros pensamientos.
Seguí caminando ajena a la realidad circundante, imbuida de un gran desasosiego, convencida de que mi vida carecía de sentido, que nada tenía ya arreglo, que el desastre se cernía sobre mi desazonado espíritu.
Un acompasado repiqueteo empezó a sonar a mi alrededor; por inercia me refugié en un portal cercano y esperé, contra toda esperanza, que la angustia que me encogía el alma desapareciera como por ensalmo, que todo estuviese bien, que la pesadilla en la que me hallaba inmersa solo hubiera sido eso: un mal sueño.
Con la mirada perdida seguí el trayecto del agua de la lluvia: una estrecha canal la abocaba a la calle, pero algunas gotas rebeldes saltaban algo más allá, para dejarse deslizar suavemente por el poste del alumbrado público...
Miré de manera desapasionada mis magníficos zapatos Weitzman, salpicados de forma inclemente por el pertinaz aguacero y ni siquiera sentí pena por ellos, aunque me habían costado una pequeña fortuna. Me estaba dando cuenta, por primera vez, de que en la vida había cosas más importantes que un par de zapatos...
Intenté tranquilizarme y poner en orden mis ideas.
Mi psiquiatra siempre me decía que debía tomar distancia de las cosas, que de ese modo todo se relativiza, se ve más pequeño y pierde fuerza. Me gustaba mi psiquiatra, era competente, refinado, tenía unos modales exquisitos que me fascinaban. Sí, desde el primer momento había habido química entre nosotros y eso ayudaba a que me sintiera confiada en su presencia, a que tuviese fuerzas para afrontar aquellas cosas que me sobrepasaban. Era una ayuda de inestimable valor en el devenir de mi existencia, mi soporte, mi particular gurú, al menos así lo percibía yo.
La lluvia me dio un respiro y decidí lanzarme a la carrera calle abajo. La consulta de Eduardo estaba tan cerca que ni siquiera había pensado en coger el automóvil, en dos minutos pisaría el suntuoso portal de la vetusta casa donde recibía las visitas. Y ese pensamiento me tranquilizó. Soñaba con estirarme sobre el confortable diván y vaciarme de mis cuitas. Aunque no hubiese solución para lo sucedido, él me ayudaría a superarlo, estaba segura.
Entré atropelladamente en su despacho, dejando asombrada a la enfermera que prácticamente no tuvo tiempo de reaccionar. Lo saludé con tal nerviosismo que Eduardo por un instante se sintió confuso; me pidió que me tranquilizase y me acompañó al diván, se caló las gafas, y se dispuso a escucharme atentamente.
No sabía ni cómo empezar, así que preferí ir directa al asunto:
—¡Doctor, ayúdeme, se lo ruego! No sé cómo ha podido ocurrir... pero esta mañana... me puse en la cara la crema nutritiva de noche en lugar de la hidratante de día... ha sido un error fatal que me tiene al borde del infarto...