—Adela, ¿qué haces con la luz encendida?
—Nada, mamá.
—¡Pues ya la estás apagando!
—Sí, mamá.
Adela habría querido tener una linterna para poder arrebujarse bajo las sábanas y continuar leyendo, estaba en lo más interesante de la historia, le quedaban apenas unas páginas y no sabía si Matilda por fin podría desembarazarse de sus padres e irse a vivir con la señorita Honey. Seguro que la señorita Honey la hubiese dejado leer todo lo que ella quisiera, pero su madre no, su madre repetía continuamente:
—¡Te vas a estropear la vista de tanto leer! ¡Señor, qué niña, vaya manera de perder el tiempo!
—Ya he hecho los deberes y me sé las lecciones ¿qué quieres que haga?
—¡Pues ponerte a bordar, por ejemplo! Ya sabes que tienes ahí la tela para el juego de cama que te regaló tu madrina. Tendrías que dibujarla y comenzar la tarea.
—Pero es que estoy harta de bodoques, realces y festones. ¡Menudo regalo, en vez de algo interesante, me trae metros de sábanas que no me hacen falta!
—No digas tonterías, cuando te cases bien que te gustará tener el ajuar completo y eso no se hace solo. O qué quieres ¿Que te regale libros?
—No pienso casarme, mamá. Y si me casara las sábanas estarían ya amarillas y carcomidas. Por si no te acuerdas, tengo once años…
—Y al ritmo que llevas tendrás treinta y las sábanas estarán sin bordar. Fin de la conversación. Ya sabes dónde están los hilos.
Adela ansiaba leer, le seducían todas esas historias ajenas en las que se adentraba para vivir vidas que no eran la suya… Hacía ya muchos años que las sábanas bordadas estaban a buen recaudo en el altillo de su armario, impregnadas de olor a naftalina. Tras acabar la carrera había conseguido un puesto de bibliotecaria en el pequeño pueblo donde residía, lo que era una suerte porque podía seguir viviendo en casa y cuidando de su anciana madre.
—Adela, ¿qué haces con la luz encendida?
—Nada, mamá.
—Pues apágala. Veo el resplandor y me molesta, no me dejas dormir.
Y Adela encendía un pequeño flexo en su mesilla, tapaba la rendija de debajo de la puerta con una toalla vieja y podía seguir leyendo hasta altas horas de la madrugada.
A Adela no le importaba demorarse en la biblioteca. Cuando su compañera se iba, ella se quedaba alegando siempre trabajo pendiente, unos libros que catalogar, recolocar los que habían devuelto a última hora… Y cuando estaba sola, ese reino de papel, letras y tinta, era su reino. El silencio sepulcral del recinto parecía llenarse de conversaciones quedas, como si los libros se contasen unos a otros el maravilloso tesoro que contenían.
Y aunque volvía cada tarde cansada y le agotaba cuidar a su despótica madre, el insomnio se había ido instalando en su vida y ella, lejos de preocuparse, estaba encantada porque la noche le pertenecía: cuando su madre callaba vencida al fin por el sueño, y llegaban las horas del letargo, ella se entregaba febrilmente a la lectura, y dejaba que su corazón latiese atropelladamente.
Aquella tarde se había quedado sola en la biblioteca. Escuchaba los susurros de los libros, y se disponía a reorganizar una pequeña sección de literatura juvenil. Se encontraba especialmente cansada, se repantigó en el sillón y cerró los ojos.
—Señorita Adela, ¿quiere que le ayude a colocar todos esos libros? Para mí no es ningún esfuerzo; ya sabe… lo haría con mis poderes.
—¿Quién eres tú? ¿De dónde sales? ¿De qué poderes…? ¡Matida! ¡Mi querida y admirada Matilda!
—Señorita Adela. He venido a ayudarla. Déjeme ayudarla. Todos queremos hacerlo, porque está usted muy cansada. Deme la mano, venga conmigo, se sentirá mucho mejor.
Adela miró a Matilda. Efectivamente la niña no estaba sola, aunque le costaba trabajo identificar a los demás. Estaba con ella una joven vestida de blanco, ¿sería la enfermera de Brunete? Y ese caballero tan delgado que la acompañaba, sería… No pudo seguir identificándolos porque notó un agudo pinchazo y la sala volvió a quedar sumida en la penumbra.
—Pobre mujer, si ya llevaba tiempo al borde de un colapso nervioso —dijo la enfermera del SAMU que le había inyectado el tranquilizante.
—Menudo susto que se llevó la otra chica, cuando la encontró ahí, entre esas pilas de libros, fue una suerte que hubiese olvidado las llaves del coche, y nos avisara rápidamente.
Mientras Adela, despierta en el mundo de sus fantasías literarias, conseguía por fin identificar al caballero de la triste figura, mientras le tomaba el pulso.
—Ya le he reconocido, Don Alonso —le dijo en un susurro—, y mire que la gente decía que se había vuelto loco de tanto leer, como si eso fuera posible…
Es que a veces leer demasiado no es ni bueno. En el término medio está la virtud. Y vaya madre!
ResponderEliminarMe ha gustado la historia.