27 enero 2025

EN AUTOBÚS

 


    Viajar en autobús no es precisamente uno de mis pasatiempos favoritos , pero desde que la ley de movilidad remodeló la ciudad y nos privó de zonas de aparcamiento a cielo abierto, si tenemos en cuenta que padezco una ligera claustrofobia (que se exacerba si he de descender por plantas subterráneas en busca de parking), me he convertido, a mi pesar, asidua usuaria del transporte público.

    El autobús es ese cubículo que contiene más cantidad de pulmones ávidos de aire que metros cúbicos de oxígeno, y que, aparte de ser un excelente caldo de cultivo para virus y bacterias, también puede serlo para que esta buscadora de historias con ínfulas de escritora mire, escuche e imagine.

    A veces me llaman la atención conversaciones telefónicas de gente que, olvidando dónde se encuentra, habla tan abiertamente como si se hallara al abrigo de las cuatro paredes de su casa, o esa viajera ávida de charla que no tiene reparos en contarle su vida a cualquier desconocido, o simplemente mi vista tropieza con alguien especial y es donde mi imaginación se desata y comienzan las elucubraciones.

    Hace unas semanas me sucedió.

    Levanté la cabeza de mi móvil con el que venía jugando para paliar el tedio del viaje y reparé en un joven que se mantenía en pie, y guardaba el equilibrio recostándose ligeramente sobre los cristales de las ventanillas , absorto en su móvil, como la mayoría de usuarios. Llevaba gafas de sol y una gorra de de beisbol. Extraída a través de la apertura trasera aparecía recogido en una cola de caballo, un cabello largo, negro y ensortijado.

    Me fijé en sus rasgos, caucásicos, en exótico contraste con el color de su piel, de un ébano puro. No podía verle los ojos, ocultos tras las gafas y velados por la visera de la gorra, pero la nariz y el exquisito perfilado de sus labios se me antojaron rayanos en la perfección.

    Naturalmente mi innata discreción me impedía escrutarlo a placer, así que me hube de conformar con lanzarle furtivas ojeadas.

    Vestía un jersey de aspecto impecable, la lana de calidad, tipo cachemir, se ajustaba a sus hechuras con precisión cirujana. El cuello, a la caja, dejaba ver el bellísimo contraste entre el azul eléctrico del suéter y el negro absoluto de su piel. Unos vaqueros completaban el atuendo. Su aspecto era la viva estampa del lujo silencioso: sencillez y calidad.

    Demasiado joven para gozar de un alto estatus social por méritos propios, deduje que, debía pertenecer a una familia acaudalada o bien se dedicaba al modelaje; atributos no le faltaban para ejercer esta profesión: juventud, estatura, complexión atlética, porte elegante y un plus de exotismo.

    Pero probablemente fuera aún estudiante. Quizás sus padres le financiaban un viaje por Europa para completar su educación. Puede que algún intercambio con otro universitario, o un máster, o un Erasmus… ¿A dónde se dirigiría? Al campus? No, no lleva libros, ni mochila. Habrá quedado con alguien? Irá a visitar algún punto de interés?

    Sea lo que fuere, el muchacho irradiaba un cierto magnetismo que me atrapó desde el mismo instante en que lo descubrí. Deseé fervientemente que levantara la cabeza, para poder atisbar el resto de su fisonomía, pero siguió totalmente concentrado en su pantalla y mi deseo no se cumplió.

    El autobús se detuvo en mi parada y con su detención se disolvieron mis divagaciones. El momento espacio-tiempo que nos había reunido llegó a su fin, nuestros caminos se bifurcaron de nuevo; y acto seguido desapareció de mi campo de visión llevándose consigo su misterio.




01 enero 2025

EL RELOJ DE PARED

 


A él le gustaban los relojes de péndulo, de aquellos de pesas y carillón, vetustos y regios.

Yo temía que , en cualquier momento, pudiera encontrar en mitad de mi salón uno de roble o de caoba, con su caja larga y su aspecto lóbrego.

Así que para que no sucediera tal cosa, me adelanté y adquirí un modelo a caballo entre lo clásico y lo actual, que tenía sonido, sí, pero se colgaba directamente en la pared prescindiendo de la caja. Tenía péndulo, también, pero de movimiento mecánico, En resumen: moderno, funcional y absolutamente alejado de la aparatosidad de los clásicos.

Así, como un regalo sorpresa, llegó a casa este reloj , el mismo que ahora me mira con aire resentido, mientras mueve su péndulo dorado en un incesante e hipnótico balanceo.

Después, cuando el insomnio hizo mella en mí, aquella cantinela sonando en la madrugada, me exasperaba.

Un buen día, mientras lo manipulaba para el cambio de hora, mis dedos notaron un pequeño cable que parecía estar fuera de su lugar, supongo que a causa de los repetidos traslados que había sufrido la pobre máquina. Sin premeditación pero con alevosía, -lo confieso-, tiré suavemente de él y pude comprobar que, al instante se hizo el silencio. Disimulé una sonrisa triunfal.

Cuando al día siguiente mi marido comentó extrañado la mudez del reloj , yo, con un mohín de inocencia dije:

- Se habrá estropeado, tiene tanto tiempo ya…

Y así acabé con su sonería, pero no con mi insomnio.

Años después vinimos a vivir a este piso que ahora habito en soledad y nada más entrar en él un estruendo inesperado nos sobresaltó: era la campana electrónica de una Iglesia que hay al final de la calle. No solo toca religiosamente horas y medias, sino que también llama a misa, dobla por los difuntos e incluso desgrana cada día las notas de “El trece de mayo” a la hora del ángelus, previamente a las doce campanadas.

Y esta vez no creo que exista un cable que arrancar de manera subrepticia.

¿Casualidad o castigo?