A mi marido le gustaban los relojes de péndulo, de aquellos de pesas y carillón, vetustos y regios.
Yo temía que , en cualquier momento, pudiera encontrar en mitad de mi salón uno de roble o de caoba, con su caja larga y su aspecto lóbrego.
Así que para que no sucediera tal cosa, me adelanté y adquirí un modelo a caballo entre lo clásico y lo actual, que tenía sonido, sí, pero se colgaba directamente en la pared prescindiendo de la caja. Tenía péndulo, también, pero de movimiento mecánico, En resumen: moderno, funcional y absolutamente alejado de la aparatosidad de los clásicos.
Así, como un regalo sorpresa, llegó a casa este reloj , el mismo que ahora me mira con aire resentido, mientras mueve su péndulo dorado en un incesante e hipnótico balanceo.
Después, cuando el insomnio hizo mella en mí, aquella cantinela sonando en la madrugada, me exasperaba.
Un buen día, mientras lo manipulaba para el cambio de hora, mis dedos notaron un pequeño cable que parecía estar fuera de su lugar, supongo que a causa de los repetidos traslados que había sufrido la pobre máquina. Sin premeditación pero con alevosía, -lo confieso-, tiré suavemente de él y pude comprobar que, al instante se hizo el silencio. Disimulé una sonrisa triunfal.
Cuando al día siguiente mi marido comentó extrañado la mudez del reloj , yo, con un mohín de inocencia dije:
- Se habrá estropeado, tiene tanto tiempo ya…
Y así acabé con su sonería, pero no con mi insomnio.
Años después vinimos a vivir a este piso que ahora habito en soledad y nada más entrar en él un estruendo inesperado nos sobresaltó: era la campana electrónica de una Iglesia que hay al final de la calle. No solo toca religiosamente horas y medias, sino que también llama a misa, dobla por los difuntos e incluso desgrana cada día las notas de “El trece de mayo” a la hora del ángelus, previamente a las doce campanadas.
Y esta vez no creo que exista un cable que arrancar de manera subrepticia.
¿Casualidad o castigo?
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