La noche había sido larga, de insomnio. Por fin amaneció y las brumas de su mente se fueron despejando.
A lo largo de la semana no se había permitido ni un respiro, solo trabajo, trabajo y más trabajo, así que decidió que aquel sábado sería totalmente de asueto.
Además estaba preocupada por aquella falta de inspiración que sufría desde hacía meses: su mente había dejado de urdir historias, le era imposible definir personajes, crear relatos originales, inventar aventuras... Una y otra vez se veía vencida ante el reto del papel en blanco.
De pronto recordó algo; tenía que recoger un encargo que le había hecho a Don Severo, el propietario del herbolario del pueblo. Pobre hombre, él, tan complaciente y servicial, seguro que lo tendría preparado y a punto, y ella, tan descuidada ni había pasado a buscarlo.
Severo era un hombre culto y refinado, con el que daba gloria entrar en conversación, recordó aquellos tiempos en que pasaban las tardes de estío entre agradables pláticas de las que siempre salía reconfortada, alegre, con varias bolsitas para hacer infusiones y con un montón de palabras nuevas en su bagaje léxico.
El tráfico era escaso a aquellas horas de la mañana, así que, antes de darse cuenta, ya estaba aparcando ante el portón de madera labrada, inconfundible, de la herboristería.
—Buenos días Don Severo, ¿Qué tal está?
—Amelia, dichosos los ojos, ya te daba por desaparecida.
—Ni se imagina el trabajo que tengo desde que ejerzo como contable, y siempre haciendo números... Deme algunas hierbecitas que me alivien de la indigestión matemática y, por supuesto, el perfume de lavanda que le encargué hace ya...
—Pues, si no recuerdo mal, en agosto... Porque coincidió con el lanzamiento de mi nuevo descubrimiento, el Bocepla, que ha sido un éxito.
—Algo me dijo nuestro común amigo Juan... Pero ¿no será un placebo?
—Mmmm... secreto profesional, pero si quieres probarlo te regalo una cajita. Parece que en él ha obrado maravillas.
Amelia observó la caja con las pastillas y se sintió esperanzada. Le hubiese gustado haber hablado con Juan, para escuchar de primera mano los efectos que el medicamento le había producido, pero no había manera de contactar con él, parecía que se hubiese evaporado.
En cuanto llegó a casa sacó el prospecto. Observó que llevaba, a todo color, un bonito dibujo: unas preciosas zapatillas rojas, cuyo significado no comprendió.
Luego, se lanzó ansiosa sobre las pildoritas, y las engulló tres, una tras otra, llena de ilusión y optimismo ante la perspectiva de recuperar su fertilidad verbal de antaño, y fue rauda a conectar su portátil.
Hizo crujir sus articulaciones dactilares y se dispuso a escribir.
Escribió y escribió de manera vertiginosa durante horas, durante días, durante semanas, sin sentir ni darse cuenta.
De nuevo era feliz.
Tenía ideas a montones, ni siquiera acudía a su trabajo... Dejó de comer, dejó de dormir, dejó de ir al baño... un buen día dejó de existir.
Su cabeza descansó pesadamente sobre el teclado, mientras sus dedos agarrotados lo asían con fuerza por ambos lados, resistiéndose a soltar la presa.