El ambiente de la sala es oscuro y oneroso. La luz del exterior está tamizada por los gruesos cortinajes corridos; cuatro enormes cirios marcan los puntos cardinales del féretro, lugar convergente de las miradas, los suspiros y los pensamientos de la mayoría de los presentes. El parpadeo incesante de las velas proyecta lúgubres sombras sobre los rostros afligidos.
Beatriz, bellísima en su mortal palidez preside la sala, acostada entre satenes blancos. Sus ropas, también de color blanco resaltan en el centro de un ataúd de madera pulida, regio y sobrio. Las flores, abundantes, desparraman en el ambiente un aroma intenso, que se mezcla con el de los cirios a medio derretir.
Los dolientes, repartidos en grupos, cuchichean o desgranan oraciones a media voz, como si temieran despertarla. Las mujeres, con pañuelos húmedos y arrugados enjugan las lágrimas que resbalan por sus mejillas.
Algunos parientes están sentados en sillas dispuestas a lo largo de la pared, otros de pie, con la mirada perdida o fija en el ataúd. Se perciben rostros macilentos, ojos enrojecidos y la tensión en las mandíbulas apretadas.
Un hombre irrumpe en la sala, se detiene bruscamente y luego la cruza con un andar lento y parsimonioso. En su rostro demacrado se marcan unas ojeras azules que gritan a los cuatro vientos su dolor. Se dirige directamente a Beatriz, ignorando los saludos que los conocidos le brindan al pasar.
En la mano lleva un libro, un libro de lomo grueso con tapas rígidas, enteladas, de un elegante color burdeos.
Uno de tantos, como aquellos que solía regalarle y a los que ella hacía caso omiso.
Así que él, como en anteriores ocasiones, había procedido a cortar las páginas de su interior, cuidadosamente, con precisión cirujana, dejando los márgenes exteriores, de tal forma que había convertido el volumen en un disimulado escondite, una cajita cuyo contenido se mantenía oculto a la mirada de los presentes.
Se sitúa junto al féretro, a los pies, estudiando su posición.
Mira largamente a Beatriz, con amor, con desolación , con odio… recuerda las muchas veces que ella le ha obsequiado con sus desplantes, e incluso con pequeñas burlas que le han producido una humillación profunda. Todo lo atesora en su corazón con una mezcla de emociones encontradas que le ha llevado a tomar su atroz decisión.
No va a permitir que se vaya para siempre, dejándolo tirado una vez más. No. Hoy será distinto.
Después de unos momentos de inmovilidad abre la tapa del libro que conserva en la mano.
Fingiendo leer comienza a declamar:
¡Oh, Beatriz, mi Beatriz! luz de mi vida
fuiste fuente de amor y de tormento,
siempre anhelada y nunca conseguida,
jamás ha de vencerme el desaliento.
Mi inspiración, mi musa más querida,
no te quiero agobiar con mi lamento,
hoy vengo a acompañarte en tu partida,
dando por concluido el sufrimiento.
Acto seguido toma por la empuñadura nacarada el pequeño revólver que esconde en su interior y el objeto metálico y frío rasga la penumbra con un brillo de muerte. Algunos de los presentes sofocan un grito que no llega a nacer.
Él, gozando de aquel extraño momento de gloria, con un ademán histriónico, exclama con su voz potente y sonora, aunque algo entrecortada por la emoción:
—Esta vez no podrás huir de mí, Beatriz, esta vez nos vamos juntos, lo quieras tú o no.
El sonido seco y brutal del disparo resuena en el silencio sobrecogido de la sala.
Se dobla y cae pesadamente sobre Beatriz mientras los albos ropajes de la muerta se llenan de lunares rojos y así, por fin, logra cubrir el cuerpo de la joven, delicado e inerte, con el suyo.