23 abril 2025

AMOROSA VENGANZA



 El ambiente de la sala es gris. La luz del exterior está tamizada por los gruesos cortinajes corridos; cuatro enormes cirios marcan los puntos cardinales del féretro, lugar convergente de las miradas, los suspiros y los pensamientos de la mayoría de los presentes. El parpadeo incesante de las velas proyecta lúgubres sombras sobre los rostros afligidos.

Beatriz, bellísima en su mortal palidez preside la sala, acostada entre satenes blancos. Sus ropas, también de color blanco resaltan en el centro de aquel ataúd de madera oscura y pulida, regio y sobrio. Las flores, abundantes, desparraman en el ambiente un aroma intenso, que se mezcla con el de los cirios a medio derretir. 

Los dolientes, repartidos en grupos, cuchichean o desgranan oraciones a media voz, como si temieran despertarla. Las mujeres, con pañuelos húmedos y arrugados enjugan las lágrimas que resbalan por sus mejillas.

Algunos parientes están sentados en sillas dispuestas a lo largo de la pared, otros de pie, con la mirada perdida o fija en el ataúd. Se perciben rostros macilentos, ojos enrojecidos y la tensión en las mandíbulas apretadas. 

Un hombre irrumpe en la sala y la cruza con su andar lento y parsimonioso. En su rostro demacrado se marcan unas ojeras azules que gritan a los cuatro vientos su dolor. Se dirige directamente a Beatriz, ignorando los saludos que los conocidos le brindan al pasar.

En la mano lleva un libro, un libro de lomo grueso con tapas rígidas, enteladas, de un elegante color burdeos.

Podría parecer que tiene intención  de leer en voz alta algún párrafo especial, quizás un poema que fuera el preferido de ella. A lo largo de los años él le ha regalado tantos libros... libros a los que Beatriz siempre ha hecho caso omiso.

Así que él, como ya había hecho en anteriores ocasiones, había procedido a cortar las páginas de su interior, cuidadosamente, con precisión cirujana, dejando los márgenes exteriores, de tal forma que había convertido el volumen en un disimulado escondite, una cajita cuyo contenido se mantenía oculto a la mirada de los presentes.

Se sitúa junto al féretro, a los pies, estudiando su posición.

Mira largamente a Beatriz, con amor, con desolación , con odio… recuerda las muchas veces que ella le ha obsequiado con sus desplantes, e incluso con pequeñas burlas que le han producido una humillación profunda. Todo lo atesora en su corazón con una mezcla de emociones encontradas que le ha llevado a tomar su atroz decisión. 

No va a permitir que se vaya para siempre, dejándolo tirado una vez más. No. Hoy será distinto.

Después de unos momentos de inmovilidad abre la tapa del libro que conserva en la mano. 

Toma por la empuñadura nacarada el pequeño revólver que esconde en su interior  y el objeto metálico y frío rasga la penumbra con un brillo de muerte. Algunos de los presentes sofocan un grito ahogado.

Él, gozando de aquel extraño momento de gloria, con un ademán histriónico, exclama con su voz potente y sonora, aunque algo entrecortada por la emoción:

—Esta vez no podrás huir de mí, Beatriz, esta vez nos vamos juntos, lo quieras tú o no.

El sonido seco y brutal del disparo resuena en el silencio sobrecogido de la sala. 

Se dobla y su cuerpo cae pesadamente sobre el de Beatriz mientras los albos ropajes de la muerta se llenan de lunares rojos y así, por fin, logra cubrir el de la joven, delicado e inerte, con el suyo.





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