EL SABOR DE LAS CEREZAS


Era una tarde lenta, pesada y aburrida, como tantas otras. Después de intentar en vano relajarse en el sofá del salón, seguía sintiéndose soliviantada por los hechos acaecidos la tarde anterior. Aquel conciliábulo familiar le había dejado un amargo sabor de boca y una cierta inquietud que no la abandonaba. Una noche de insomnio no es lo que más favorece en estos casos, y la suya lo había sido al cien por cien.
Necesitaba una distracción, algo para romper la rutina en la que se había instalado, y que, de alguna manera, le confería sensación de seguridad, de sentirse a salvo.
Pensó en leer algo, pero en aquellos momentos dudaba de su capacidad de concentración; de todos modos tomó un libro de la estantería: “El sabor de las pepitas de manzana”. Lo había comprado hacía semanas y aún no había encontrado el momento de comenzarlo: “una casa heredada, un árbol y muchos recuerdos…” leyó en la contraportada, quizás aquello era justo lo último que necesitaba en aquel instante, pero le llamó la atención el pensar que esa frase acababa de adquirir para ella un significado distinto.
Pasó por la cocina, buscando algo que picar para acompañar la lectura. El frigorífico presentaba un precario estado de abandono que le hizo pensar en su propia dejadez: Varias piezas de fruta, algunos yogures de soja y un cuenco con cerezas era todo lo que había en su interior.
Tomó el cuenco, el libro, una manta grande de suave algodón y un par de cojines y salió al jardín buscando un rincón fresco donde aposentarse; atraída por el inconfundible aroma de las hojas de la higuera, formó bajo ella una improvisada yacija y se tumbó.
Comenzó la lectura: “Tía Anna murió con dieciséis años de una neumonía que no fue posible curar porque la enfermedad le había roto el corazón…”
Entrecerrando los ojos miró a lo lejos. El cielo azul brillante del estío se fundía con las montañas que circundaban aquel lugar de calma y quietud. Bajo el pequeño reducto de frescor que le brindaba la higuera, con la espalda apoyada en el grueso tronco, puso atención a los latidos de su corazón que parecían chocar unos con otros en un alocado discurrir, quizás su corazón también estaba roto, como el de aquella Anna que había muerto cuando aún era casi una niña, y se preguntó, mientras masticaba indolente las cerezas, por qué los aromas y los sabores tienen tal poder de evocación: el sabor de las pepitas de manzana, el sabor de las cerezas. Se vio a sí misma con las cerezas colgadas de las orejas:
-Mira mis pendientes, mami. ¿A que son los más bonitos que has visto nunca?
-¿Pero qué has hecho, cielo?¡Llevas las mangas de la blusa manchadas de rojo!
- No es nada, mami, me caí jugando sobre el cuenco de cerezas y despachurré unas cuantas… ¿A que estoy muy guapa con mis pendientes nuevos¿ ¿A que sí, mamita?
¡Cuántos años y cuántas cerezas habían pasado desde entonces! El recuerdo le arrancó una media sonrisa.
Necesitaba tranquilizarse y rumiar todo lo acaecido durante los últimos días, demasiados cambios sobrevenidos de golpe estaban a punto de desequilibrarla y no podía permitir que tal cosa sucediese. Se fue resbalando blandamente desde el tronco hasta quedar reclinada sobre los cojines, abandonó el libro sobre su pecho y acabó de cerrar los ojos recitando mentalmente un mantra de sanación:
Om Arkaya Namaha, Om Arkaya Namaha, Om Arkaya Namaha… y mientras la paz se instalaba de nuevo en sus venas, por fín, se quedó dormida.

2 comentarios:

  1. ¡Mira dónde te vuelvo a leer! Un gusto de encontrate tía. Ya te contaré qué hago aquí.

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  2. Estás en tu casa, querido sobrino.
    Me alegro de leerte aquí.

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