MI PRIMER ADIÓS. MI CASA DE INFANCIA.

 

El primero de los diferentes traumas que han ido jalonando mi vida fue el de verme obligada a abandonar la casa de mi infancia, el lugar donde nací.

Si cierro los ojos aún puedo recordar con todo lujo de detalles aquella vivienda. Y de una manera especialmente vívida, el patio interior, desde el cual se accedía a unas regias escaleras de mármol blanco que daban acceso a los tres pisos que constituían el edificio. Un lugar tan peculiar y anacrónico, que si no pensara que mi memoria lo conserva tal y como era, podría creer que mis recuerdos me juegan una mala pasada.

Me veo a mí misma sentada a caballito en uno de los dos poyetes que sostenían el arco central, mi hermana, en el otro, mientras las risas y las historias que inventábamos sobre la marcha lo llenaban todo.

El patio, alicatado con un zócalo de mediana altura, exhibía sus azulejos blancos adornados con cenefas en tonos azules hasta llegar al punto en el que la pared encalada se volvía de un blanco inmaculado, lo que ayudaba a dar luminosidad al lugar. En el centro, revestido también por el mismo tipo de azulejos, un pequeño estanque, octogonal, inmenso para mis reducidas proporciones de entonces, pero que en realidad no contaría con más de medio metro de altura por uno de ancho, normalmente estaba vacío, excepto cuando la lluvia se encargaba de rellenarlo.

En la parte contraria a la de las escaleras los poyetes, también alicatados y el arco central daban paso a una zona sombría, y a un lado dos enormes tinajas rojas, ya en desuso, pero que en su momento debieron tener alguna función aparte de la ornamental. Esas tinajas eran para nosotras motivo de temor, cuando inventábamos historias que no nos creíamos, sobre qué habría dentro de ellas o si alguien que entrase en plena noche y podría usarlas como escondite, y a pesar de no creerlas, siempre nos hacían apretar el paso cuando cruzábamos por delante de ellas.

La puerta enorme, de madera oscura, cuyo llamador era una mano de hierro sujetando una bola y una cerradura cuya llave necesitaba un buen lugar en el bolso para ella sola.

Un día las máquinas demoledoras dieron al traste con todo aquello en aras de la funcionalidad, y nosotras nos vimos obligadas a mudarnos a un barrio y a una casa más moderna, pero carente del sabor que la vetustez había imprimido en cada uno de aquellos antiguos muros.

Durante mucho tiempo soñé con esa casa, la eché de menos, como se echa de menos una presencia querida y la añoré tanto que aún hoy, cuando paseo por el centro de la ciudad y paso por delante del edificio que fue levantado en su lugar, una burda imitación sin estilo propio, siento que sigo perteneciendo a ese espacio, aunque allí ya no haya nada que recuerde lo que fue.

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