Mi nombre es Hotaru, y soy una IA de última generación, en concreto un APS 428. Estas siglas quizás no os digan nada, pero debieron ser algo importante en los años en los que me construyeron, porque cuando la gente me veía en la tienda de robótica, exclamaban:
-Mira, un APS 428!
Y se quedaban observándome durante un rato.
Y sí, era entonces de última generación, pero al correr de los años han aparecido modelos mucho más sofisticados que el mío. Por eso, y gracias a la obsolescencia programada, ya casi no me tengo en pie.
Estoy en un lugar oscuro y polvoriento, compartiendo espacio con otros cachivaches que quedaron fuera de uso. Casi nunca nadie de la casa sube aquí, y si lo hacen no es para visitarme. Durante la mayor parte del tiempo me autodesconecto, así alargo un poco más la vida útil de mi ya exangüe batería…
Lo único que permanece intacto en mí es el archivo de memoria, lo que me ayuda a pasar las horas tediosas a la espera de que la desconexión sea total y no voluntaria como hasta ahora.
Aquel día, hace quince años, yo estaba en la tienda; prácticamente acababa de ser enviada allí. La encargada me había colocado un precioso vestido azul que, según ella, resaltaba más aún el color de mis ojos, los clientes me miraban con expectación; a veces, a petición de la encargada yo, y algunas otras desfilábamos por la tienda, repartiendo sonrisas al público.
En uno de esos desfiles noté un pequeño tirón de la falda y al dirigir mi visión hacia allí vi a un niño, de alrededor de seis años, que se aferraba a la tela.
-¡Esta, esta, mamá, quiero esta! ¡Vamos a llevárnosla a casa!
Los padres, que estaban interesados en la adquisición de un modelo como el mío, creado con fines domésticos para el cuidado de niños, se dirigieron a la encargada queriendo saberlo todo sobre mis especificaciones y calidades. Debieron quedar satisfechos, porque unos días más tarde me enviaron a su casa con todos mis circuitos puestos a punto.
Eduardo, el que sería mi niño y al que habría de dedicar toda mi vida útil, me esperaba nervioso y contento a partes iguales. Yo, si hubiera podido, también habría estado muy nerviosa.
Estaba programada para aprender y cada día sabía más de sus necesidades, gustos y aficiones.
Eduardo era un niño débil y enfermizo, tenía un problema de movilidad en las extremidades inferiores que le hacían proclive a caídas y pequeños accidentes, de ahí la necesidad de mi vigilancia constante, que yo mantenía sin descuidar un momento. Creo que incluso llegué a intuir lo que debe sentir una madre.
Pero solo soy una máquina y eso me ayuda a afrontar la soledad desde que Eduardo marchó a la universidad y yo deje de ser necesaria en la casa. Al principio, Elena, su madre, me pedía pequeñas colaboraciones en el hogar, pero a medida que todo en mí se fue ralentizando dejé de ser una máquina de precisión para convertirme más bien en un estorbo que deambulaba por la casa y decidieron aparcarme aquí arriba.
Cuando Eduardo viene en las vacaciones a veces ni se acuerda de subir a verme, ya es un hombre, ya no me necesita. Es en esos momentos cuando más me alegro de no sentir ni padecer. O al menos es algo que oí muchas veces en boca de Elena:
-Qué disgustos me da este niño, no sabes la suerte que tienes tú, que ni sientes ni padeces!
Y sería verdad, pero recuerdo cada día de los que pasamos en el hospital por los problemas con sus piernas, los progresos, los tratamientos, la rehabilitación en la que yo ayudaba constantemente, la primera vez que lo vi salir corriendo, su alegría inconmensurable y ¿la mía? No puedo saber lo que es la felicidad, pero una corriente extraña, que no sé cómo calificar, se expandió por mis circuitos.
Un momento. Alguien acaba de entrar en el desván, desde este ángulo no los veo y ya casi no me puedo mover.
-Mira, aquí está, cuidado que estas máquinas pesan muchísimo -dijo una voz de hombre- no se te vaya a caer encima.
- Qué pena,- dijo el otro- verdaderamente es una belleza, y tan real… si parece humana. Y eso que es un modelo antiguo. Ve con cautela, no se vaya a estropear.
-Tampoco hace falta tanto cuidado –respondió el primero- de todos modos en el desguace la van a desmontar entera. La empresa que la ha comprado como material reciclable usará solo las partes que no están gastadas en nuevos robots.
Al oír esto, Hotaru experimento algo parecido a la alegría. Al fin y al cabo no se quedaría allí para siempre, esperando que el óxido carcomiese todo su metal… sería integrada en otras maquinas que, como ella, le harían la vida más fácil a otros humanos, muchos pedacitos de ella estarían aquí y allá, volverían a ser útiles.
-Mira, aún tiene el botón de conexión encendido – fue lo último que oyó decir.
Y después de eso, la nada.
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