EL ZAQUE




Fuera llovía. Una lluvia incesante, monótona, rítmica... aburrida, en suma. Estaba encima de mi cama, un libro sobre mi regazo, la espalda apoyada en la almohada, una taza de exquisito té blanco en la mesilla. La música de Evanescence sonando suave y acompasada a un volumen muy bajo, era el telón de fondo de una sosegada tarde de domingo, ideal para dedicarla a las ensoñaciones más placenteras que pudiera imaginar.

Hacía ya mucho rato que no pasaba las páginas, olvidándome de leer, puesto que andaba sumergida en mí misma y en mi propia imaginación, más rica que el más rico de los libros que escribirse puedan.

Algo llamó mi atención y me sacó de mi mundo interior para devolverme a la realidad, me levanté cansinamente, venciendo la abulia por la que voluntariamente me había dejado abrazar y me dirigí a la ventana. La abrí. Sobre el alféizar hallé un pequeño envoltorio, que había sido el causante del ruido. Lo examiné con atención antes de decidirme a abrirlo,  a lo que procedí con cautela y parsimonia, recelosa de lo que pudiese encontrar en su interior.

Finalmente lo desenvolví y encontré dentro una piedra pequeña, vulgar y sencilla.

Sorprendida y desencantada, estaba a punto de devolverla al abismo, a la vez que oteaba desde allí arriba, con la esperanza de saber quién podía haber sido el responsable de tal lanzamiento, pero entre la pertinaz lluvia y la considerable altura a la que se encontraba mi ventana, la escasa gente que transitaba la calle se veía disminuida y lejana.

Antes de dejarla caer, reparé en un detalle que me había pasado desapercibido y me detuve. Apartando el guijarro, que dejé a un lado, observé el envoltorio, lo estiré y vi sobre la sucia y arrugada superficie algo que se asemejaba a un zaque, un odre pequeño, toscamente dibujado.

Lo estudié con detenimiento durante largo rato. Había algo en él que me resultaba familiar, quizás los colores, chillones y variados me evocaban algo, como un “déjà vu” que no podía ubicar en el tiempo ni en el espacio.

Como impelida por un resorte, abandoné mi lasitud anterior y me dirigí escaleras arriba a la buhardilla, parecía que algo guiaba mis pasos, pues no sabía con claridad a dónde iba ni qué pensaba hacer, casi me parecía levitar, ni siquiera notaba el frío suelo, a pesar de que al bajar de la cama no había enfundado mis pies en las cálidas zapatillas y andaba descalza.

Entré decidida en la destartalada habitación, donde trastos y cachivaches se amontonaban por doquier sin orden ni concierto. Me dirigí sin dudar a una antigua caja situada en la balda más alta de una antiquísima y algo desvencijada estantería y, subiéndome a un escabel de astroso tapizado la agarré, tambaleándome y la coloqué rauda sobre el suelo.

Empecé, excitada, a vaciar su contenido: algún muñeco de papel maché, vagonetas que debieron pertenecer a un tren eléctrico, un engendro mecánico casi irreconocible y ... ¡un zaque!

Aunque yo hubiese jurado que jamás antes había tenido en mis manos ninguna de aquellas cosas que me parecían desconocidas, el pequeño y original zaque dibujado en el papel y que de manera misteriosa había impactado contra mi ventana estaba allí en realidad, existía, y, por razones desconocidas, alguien quería que lo rescatase del olvido.

Lo miré extasiada. Sus colores aparecian cambiantes pasando de la palidez al brillo más deslumbrante en cuestión de segundos. Me sentí como Aladino contemplando al genio de la lámpara, sin saber qué hacer ante aquel magnífico hallazgo. Por momentos el odre se volvió tan rutilante que me cegó haciendo desaparecer todo lo que me rodeaba.

Sólo el vacío, la oscuridad, la angustia.



Me incorporé de golpe, el libro cayó al suelo, el té frío languidecía en la mesilla, la lluvia había cesado... Miré el reloj intentando reubicarme, empezaba a oscurecer. Poco a poco recobré el sosiego, pero, antes de abandonar la habitación, eché una furtiva mirada al alféizar de la ventana para cerciorarme de que allí no hubiese ningún guijarro...

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