Elena vestía
y desvestía a sus muñecas, ajena a todo lo que ocurría a su alrededor; inmersa
en su mundo imaginario, su atención se veía totalmente acaparada por la difícil
tarea de colocar diminutas ropitas sobre los inertes cuerpos de las que ella
consideraba sus hijas y sobre las que tantos cuidados vertía con auténtico amor
de madre.
Le gustaba jugar allí en la galería, porque a través de las amplias cristaleras que la circundaban, entraba luz a raudales y a ella le parecía el sitio más alegre de la casa.
Elena vivía en una gran casa, tan grande como antigua, que aunaba la belleza de sus espacios vetustos con la incomodidad de las austeras casas de antaño; en realidad eran tres pisos unidos por una ondulante escalera de mármol, pero en aquel tiempo sólo el suyo estaba habitado; el de abajo, vacío desde hacía décadas, se usaba como almacén de cajas apiladas y maniquíes en desuso, pertenecientes a una tienda de confección que abría sus puertas en los bajos de edificio, situado en pleno corazón de la ciudad; el de arriba, mitad azotea, mitad buhardilla, era un espacio mágico donde se podían hallar objetos de la más diversa índole.
Al caer la noche, sin embargo, la galería cambiaba de aspecto… la luna proyectaba haces de luz sobre la prístina blancura de las losas, y en aquel húmedo y caluroso verano del sur, amparadas en la clandestinidad de las sombras, una negras figuras aparecían, deambulando a su antojo, deslizándose junto a la pared en silenciosa comitiva.
Si la niña, en la mitad de la noche, decidía salir al baño o a la cocina, movida por alguna necesidad perentoria, la mera visión del lúgubre cortejo le hacía volver sobre sus pasos, presa de pánico a cobijarse bajo las sábanas olvidando su sed o cualquier cosa que no fuera ponerse a salvo y lejos del alcance de tan ingratos huéspedes.
El asco y la angustia que la atenazaban al solo imaginar que una cucaracha podía acercarse a sus pies descalzos eran desorbitados, pero no podía hacer nada por remediarlo, era superior a sus fuerzas, su madre siempre se lo decía:
- No hacen nada, son inofensivas. No tienes que tenerles miedo.
-¡Pero son horribles! -protestó la pequeña.
-¡No seas boba, que esas tonterías te las quito yo!¡Vaya si te las quito!...
Aquella tarde, mientras jugaba, oyó la voz de su madre que la llamaba:
- Elenita, ven, mira… tengo una cosa para ti.
- ¿Para mí? –contestó levantándose aprisa- ¡Mi madre me va a dar un regalo!- pensó alborozada.
Elena no estaba acostumbrada a excesivos mimos y mucho menos a regalos a destiempo, por eso no salía de su asombro mientras corría al encuentro de su madre, que bajaba de la azotea, trayendo en la mano un extraño paquete, improvisado con un papel marrón arrugado y cerrado, como un cartucho…
- Toma, ábrelo tú, es para ti – le dijo su madre mientras se lo alargaba con una sonrisa enigmática pintada en el rostro .
Elena lo cogió con manos trémulas, el envoltorio no parecía presagiar nada excesivamente atractivo, pero al fin y al cabo era un regalo para ella y estaba feliz.
Comenzó a abrirlo con sumo cuidado y al momento algo inesperado asomó entre los pliegues del papel: eran dos largas antenas en movimiento seguidas de un repugnante caparazón negro que se aprestaba a salir buscando la libertad por el pequeño orificio que ella misma había destapado.
Quedó paralizada por el horror y el asco, mientras el papel caía al suelo y dos gruesas y repulsivas cucarachas salían huyendo a toda velocidad.
Cuando por fin pudo reaccionar, la pequeña salió despavorida, en medio de un torrente de gritos histéricos y lágrimas desenfrenadas, no sabiendo dónde ocultarse de tantísima angustia…
Le gustaba jugar allí en la galería, porque a través de las amplias cristaleras que la circundaban, entraba luz a raudales y a ella le parecía el sitio más alegre de la casa.
Elena vivía en una gran casa, tan grande como antigua, que aunaba la belleza de sus espacios vetustos con la incomodidad de las austeras casas de antaño; en realidad eran tres pisos unidos por una ondulante escalera de mármol, pero en aquel tiempo sólo el suyo estaba habitado; el de abajo, vacío desde hacía décadas, se usaba como almacén de cajas apiladas y maniquíes en desuso, pertenecientes a una tienda de confección que abría sus puertas en los bajos de edificio, situado en pleno corazón de la ciudad; el de arriba, mitad azotea, mitad buhardilla, era un espacio mágico donde se podían hallar objetos de la más diversa índole.
Al caer la noche, sin embargo, la galería cambiaba de aspecto… la luna proyectaba haces de luz sobre la prístina blancura de las losas, y en aquel húmedo y caluroso verano del sur, amparadas en la clandestinidad de las sombras, una negras figuras aparecían, deambulando a su antojo, deslizándose junto a la pared en silenciosa comitiva.
Si la niña, en la mitad de la noche, decidía salir al baño o a la cocina, movida por alguna necesidad perentoria, la mera visión del lúgubre cortejo le hacía volver sobre sus pasos, presa de pánico a cobijarse bajo las sábanas olvidando su sed o cualquier cosa que no fuera ponerse a salvo y lejos del alcance de tan ingratos huéspedes.
El asco y la angustia que la atenazaban al solo imaginar que una cucaracha podía acercarse a sus pies descalzos eran desorbitados, pero no podía hacer nada por remediarlo, era superior a sus fuerzas, su madre siempre se lo decía:
- No hacen nada, son inofensivas. No tienes que tenerles miedo.
-¡Pero son horribles! -protestó la pequeña.
-¡No seas boba, que esas tonterías te las quito yo!¡Vaya si te las quito!...
Aquella tarde, mientras jugaba, oyó la voz de su madre que la llamaba:
- Elenita, ven, mira… tengo una cosa para ti.
- ¿Para mí? –contestó levantándose aprisa- ¡Mi madre me va a dar un regalo!- pensó alborozada.
Elena no estaba acostumbrada a excesivos mimos y mucho menos a regalos a destiempo, por eso no salía de su asombro mientras corría al encuentro de su madre, que bajaba de la azotea, trayendo en la mano un extraño paquete, improvisado con un papel marrón arrugado y cerrado, como un cartucho…
- Toma, ábrelo tú, es para ti – le dijo su madre mientras se lo alargaba con una sonrisa enigmática pintada en el rostro .
Elena lo cogió con manos trémulas, el envoltorio no parecía presagiar nada excesivamente atractivo, pero al fin y al cabo era un regalo para ella y estaba feliz.
Comenzó a abrirlo con sumo cuidado y al momento algo inesperado asomó entre los pliegues del papel: eran dos largas antenas en movimiento seguidas de un repugnante caparazón negro que se aprestaba a salir buscando la libertad por el pequeño orificio que ella misma había destapado.
Quedó paralizada por el horror y el asco, mientras el papel caía al suelo y dos gruesas y repulsivas cucarachas salían huyendo a toda velocidad.
Cuando por fin pudo reaccionar, la pequeña salió despavorida, en medio de un torrente de gritos histéricos y lágrimas desenfrenadas, no sabiendo dónde ocultarse de tantísima angustia…
Los años pasaron, pero no así la desazón y el espanto de aquel momento, causa de terribles pesadillas de las que despertaba a media noche, una y otra vez, temblando de pánico mientras una legión de horribles insectos trepaban sobre su cuerpo cubriéndola de pies a cabeza…