15 julio 2012

LA TERAPIA.




Elena vestía y desvestía a sus muñecas, ajena a todo lo que ocurría a su alrededor; inmersa en su mundo imaginario, su atención se veía totalmente acaparada por la difícil tarea de colocar diminutas ropitas sobre los inertes cuerpos de las que ella consideraba sus hijas y sobre las que tantos cuidados vertía con auténtico amor de madre.
Le gustaba jugar allí en la galería, porque a través de las amplias cristaleras que la circundaban, entraba luz a raudales y a ella le parecía el sitio más alegre de la casa.
Elena vivía en una gran casa, tan grande como antigua, que aunaba la belleza de sus espacios vetustos con la incomodidad de las austeras casas de antaño; en realidad eran tres pisos unidos por una ondulante escalera de mármol, pero en aquel tiempo sólo el suyo estaba habitado; el de abajo, vacío desde hacía décadas, se usaba como almacén de cajas apiladas y maniquíes en desuso, pertenecientes a una tienda de confección que abría sus puertas en los bajos de edificio, situado en pleno corazón de la ciudad; el de arriba, mitad azotea, mitad buhardilla, era un espacio mágico donde se podían hallar objetos de la más diversa índole.
Al caer la noche, sin embargo, la galería cambiaba de aspecto… la luna proyectaba haces de luz sobre la prístina blancura de las losas, y en aquel húmedo y caluroso verano del sur, amparadas en la clandestinidad de las sombras, una negras figuras aparecían, deambulando a su antojo, deslizándose junto a la pared en silenciosa comitiva.
Si la niña, en la mitad de la noche, decidía salir al baño o a la cocina, movida por alguna necesidad perentoria, la mera visión del lúgubre cortejo le hacía volver sobre sus pasos, presa de pánico a cobijarse bajo las sábanas olvidando su sed o cualquier cosa que no fuera ponerse a salvo y lejos del alcance de tan ingratos huéspedes.
El asco y la angustia que la atenazaban al solo imaginar que una cucaracha podía acercarse a sus pies descalzos eran desorbitados, pero no podía hacer nada por remediarlo, era superior a sus fuerzas, su madre siempre se lo decía:
- No hacen nada, son inofensivas. No tienes que tenerles miedo.
-¡Pero son horribles! -protestó la pequeña.
-¡No seas boba, que esas tonterías te las quito yo!¡Vaya si te las quito!...

Aquella tarde, mientras jugaba, oyó la voz de su madre que la llamaba:
- Elenita, ven, mira… tengo una cosa para ti.
- ¿Para mí? –contestó levantándose aprisa- ¡Mi madre me va a dar un regalo!- pensó alborozada.
Elena no estaba acostumbrada a excesivos mimos y mucho menos a regalos a destiempo, por eso no salía de su asombro mientras corría al encuentro de su madre, que bajaba de la azotea, trayendo en la mano un extraño paquete, improvisado con un papel marrón arrugado y cerrado, como un cartucho…
- Toma, ábrelo tú, es para ti – le dijo su madre mientras se lo alargaba con una sonrisa enigmática pintada en el rostro .
Elena lo cogió con manos trémulas, el envoltorio no parecía presagiar nada excesivamente atractivo, pero al fin y al cabo era un regalo para ella y estaba feliz.
Comenzó a abrirlo con sumo cuidado y al momento algo inesperado asomó entre los pliegues del papel: eran dos largas antenas en movimiento seguidas de un repugnante caparazón negro que se aprestaba a salir buscando la libertad por el pequeño orificio que ella misma había destapado.
Quedó paralizada por el horror y el asco, mientras el papel caía al suelo y dos gruesas y repulsivas cucarachas salían huyendo a toda velocidad.
Cuando por fin pudo reaccionar, la pequeña salió despavorida, en medio de un torrente de gritos histéricos y lágrimas desenfrenadas, no sabiendo dónde ocultarse de tantísima angustia…

Los años pasaron, pero no así la desazón y el espanto de aquel momento, causa de terribles pesadillas de las que despertaba a media noche, una y otra vez, temblando de pánico mientras una legión de horribles insectos trepaban sobre su cuerpo cubriéndola de pies a cabeza…

                                        

LA COLECCIONISTA.



Alberto se hallaba tumbado en el sofá en actitud relajada. En la mano, el mando con el que zappineaba distraídamente sin prestar demasiada atención a las imágenes que aparecían en la pantalla; su mente, dispersa en vagos pensamientos. Pensaba en Laura, y en la noche en que, después de recoger los platos de la cena, anunció:
-Últimamente la  televisión me aburre, esta noche prefiero jugar un rato con el ordenador…
De eso hacía ya varias semanas y, desde entonces no había vuelto a ocupar su lado junto a él en el sofá, como solían hacer cada velada. No es que fuera una cuestión vital, pero echaba de menos su cálida presencia y aquella mano indolente que solía dejar abandonada sobre sus piernas, una manera de materializar el vínculo que los unía.
Se levantó y caminó hacia el rincón donde Laura se hallaba sentada en un sillón, en posición de loto, y con el pequeño portátil sobre el regazo, al parecer completamente absorta en lo que quiera que fuese que estuviese haciendo. La rodeó y rozó con los labios su  hombro en una sutil caricia. Laura, sobresaltada, dio un respingo.
-¡Ay! Me has asustado, ¿a dónde vas tan sigiloso?
-No voy sigiloso, es que tú estás muy concentrada. ¿Se puede saber qué estás haciendo?
-Construyo un palacio. Estoy intentando darle forma ojival a este prim, que será una preciosa cristalera. He seguido unos cursos de construcción, es realmente apasionante. ¿Ves?
Laura utilizó el zoom para alejar la cámara y Alberto pudo contemplar algo así como un castillo a medio hacer, con torres y almenas y vio una linda muñequita en la pantalla de cuyos dedos salían haces de luz hacia los objetos que manipulaba.
-Esa soy yo, -le dijo- es muy entretenido, más que mirar la tele. Deberías probarlo.
- No creo que eso me gustase, ya tengo mis propios hobbies y no creo que tuviese paciencia para hacer todo eso.
- Se me ocurre una cosa; te voy a hacer un avatar. Será cuestión de un minuto, así lo pruebas, si no te gusta el juego, con borrarlo, solucionado. Ya verás… Busquemos un nombre para ti…
Habían pasado varias semanas desde que Laura crease a Bertoal Yang y desde entonces el sofá delante de la tele había quedado desierto, ella seguía pasando sus veladas entregada febrilmente a la construcción y él se había refugiado en la salita donde las horas volaban sin sentir, embutido en su nueva piel de habitante de Second Life.
Vencida la timidez inicial, su lista de contactos se había multiplicado, pero desde hacía unos días todos le sobraban, todos menos uno, el único al que quería ver, el único que lo había seducido por completo, un exuberante y atractivo avatar femenino cuyo nombre era un anticipo de su carácter: Loba Rau.
Con Loba era feliz, se sentía absolutamente atraído por ella y se dejaba llevar. No hubo de hacer ningún esfuerzo por conquistarla, porque claramente la conquistadora era ella. En cuanto entablaron relación, Loba le pidió a Bertoal, de forma sibilina, su número de móvil, su dirección de messenger y más y más datos de su vida real, a la vez que lo iba introduciendo en su propio mundo de SL, un mundo que él ni siquiera había vislumbrado y que le parecía tan sugestivo como  fascinante. Loba era dueña de una mansión donde numerosas scorts se daban cita a diario y parecía ganarse buenos lindens con aquello.
A medida que pasaban los meses, no sólo había desaparecido de su rutina con Laura la costumbre de ver juntos la tele, sino que incluso habían dejado de comunicarse. Durante el día cada uno estaba en sus trabajos y comía fuera de casa y, al llegar la noche, Bertoal prefería tomar un bocadillo mientras tecleaba febrilmente el ordenador, echando furtivas ojeadas a la puerta por si a ella se le ocurría entrar a decirle algo, cosa que ya nunca ocurría. Simplemente, ya no tenían nada que decirse. De todos modos hubiera sido embarazoso que ella entrase y viese ciertas cosas en la pantalla…
La idea de estar con Loba en RL iba ganando camino en la mente de Bertoal, que pasaba el día sumido en la desesperación de no tenerla cerca y entre frenéticos mensajes de todo tipo, teléfono, videoconferencias, skype, Messenger, SL… todo era poco para disfrutar de sus encuentros con ella, y ya todo eso le parecía insuficiente pues no calmaba su ansia por poseerla, su mente era un caos y su obsesión, enfermiza. Estaba dispuesto a darlo todo por aquella mujer que le había sorbido el seso y ella incentivaba aquella pasión de todas las maneras que conocía.
Por fin llegó el día y ajustaron la cita. Consumido por una gran excitación nerviosa, Berto condujo durante horas que le parecieron siglos hasta llegar a su meta: se acercaba el momento de poder abrazarla de verdad, oler su piel, saborear sus labios. Pensaba estar viviendo un sueño o, a veces, creía que era pesadilla. ¿Qué le diría a Laura al volver? ¿Habría sospechado ella algo? La verdad es que estaban algo distanciados, pero no quería pensar en ello, ya habría tiempo a la vuelta, ahora era el momento de concentrarse en el futuro próximo, que él auguraba lleno de gozo.
El encuentro fue explosivo: Loba colmó todas sus expectativas y las sobrepasó con creces; las horas corrieron como segundos y de nuevo se encontró conduciendo camino de vuelta a su hogar, pero ¿era su hogar aquello? ¿Qué quedaba de su vida con Laura? Tendría, tarde o temprano que enfrentarse a ello.
Al día siguiente, aún no repuesto del todo de la impresión que Loba le había causado, abrió su ordenador, ansioso de volver a comunicarse con ella, pero no consiguió localizarla en todo el día, ni al siguiente, ni al otro. Preguntó en la mansión de las scorts y sólo le dijeron que llevaba un par de días sin conectarse. Se iba de madrugada a la cama esperando noticias que no llegaban y mientras, Laura, lo observaba silenciosa sin atreverse a preguntar, viendo en aquel hombre desesperado y nervioso a un ser desconocido y ajeno por completo a ella.
Y, por fin, tomó la decisión.
- Me voy, Alberto. Mañana cuando vuelvas del trabajo ya no estaré aquí, he cogido un apartamento con una amiga. No es una decisión precipitada, la he madurado durante meses y es irrevocable… no sé qué te ha pasado, Alberto, sólo sé que ya no eres tú…
- Ah… ¿sí? – balbuceó - no sé qué decirte… Laura… yo…
Pero Laura ya no le escuchaba, con ademán cansado salió de la habitación dejándolo sumido en un mar de confusiones.
Al día siguiente, al volver de la oficina, Alberto encontró una casa vacía como nunca; últimamente había vivido al margen de Laura, pero ahora sentía que la soledad le ahogaba. Volvió a poner en marcha su PC, angustiado doblemente por la marcha de Laura y por no tener noticias de Loba y el corazón le estalló de alegría al verla conectada. Rápidamente le abrió un IM atropellado, lleno de preguntas y de afirmaciones. Transcurrieron minutos sin respuesta. Volvió a intentarlo y, de pronto, apareció en pantalla: “Loba Rau is tippyng…”
-Berto, perdona, es que estoy ocupada, luego hablamos.
-¿Cómo que estás ocupada?, no sé nada de ti desde… Quiero volver a verte, necesito volver a verte, dime cuando y me pondré en camino, no me importan las horas al volante con tal de estar contigo…
-Berto, ¿no me has leído? Te he dicho que estoy ocupada, déjame tranquila. No eres la única persona en SL, ¿sabes?
-Pero… ¿y lo nuestro?
-Berto, ¿en qué mundo vives? No hay nada “nuestro”. Ha estado bien, ¿de qué te quejas? Las historias empiezan y acaban; se culminan, tienen un principio y un final… ¿o es que no lo sabías? No me gusta la monotonía, Alberto, hay mucha gente por conocer… al fin y al cabo los lobos somos cazadores por naturaleza, ¿no? ¡pues déjame vivir en paz!
 A Alberto se le cayó el mundo encima. Pensar que él sólo había sido eso… un nuevo trofeo del que sentirse orgullosa, un nombre más en su colección de conquistas, una nueva muesca en su cinturón de cazadora… 
Y por ella había ido al traste toda su antigua vida, feliz y relajada, con sus costumbre bien ordenadas, sus hobbies tranquilos y hogareños, y su amada Laura. ¿Amada? Ahora sentía que la odiaba, la odiaba por haberle introducido en aquel mundo extraño y lleno de peligros, que él, en su candidez, ni siquiera vislumbraba, las odiaba a ambas, a las que culpaba de su desesperación y de su ruina anímica. Las dos lo habían abandonado, dejándolo como un pelele sin voluntad y sin vida y ya no tenía nadie por quien vivir, ni ganas de hacerlo.
Lleno de ira agarró la torre del ordenador y, arrancándola de todos sus cables, la lanzó con estrépito contra la pared, para destrozar luego el teclado y el monitor, descargando sobre ellos toda su rabia, pateándolos una y otra vez… hasta que exhausto y jadeante se apoyó contra la pared y se dejó resbalar hasta el suelo, hundido, mientras escondía la cara entre sus manos y se vaciaba entre las sacudidas de un llanto estentóreo y catártico.
                                                                        

NULLA DIES...


En los años en que cursaba mi primera carrera, conté con las enseñanzas de una profesora que tuvo una especial relevancia para mí. Era mi profesora de Lengua y Literatura, una mujer extraña, a la que tuvimos que “sufrir” durante varios cursos consecutivos.
Ahora la recuerdo con mucho cariño e incluso con admiración, desde la perspectiva del tiempo pasado y con la madurez que dan los años y el mirar las cosas desde otro ángulo.
Pero entonces…Ah, ¡cuántas horas de clase con el alma en vilo y casi aguantando la respiración cuando su dedo amenazador se cernía sobre la lista de estudiantes! ¿Quién sería el desdichado al que le tocaría en suerte salir a la palestra?
Mujer extraña, como he dicho que era, taciturna, hosca, siempre avinagrada delante de sus alumnos, jamás nos obsequiaba con una sonrisa… una perfecta coraza tras la que escondía quizás sus penas, sus frustraciones y su temor a ser objeto de las crueles burlas que a su espalda se dejaban sentir profusamente. Mantenía la seriedad, la rigidez y las distancias, sin permitirse jamás la menor broma, como único medio- pienso ahora- de sentirse a salvo.
Pero mi amor a las letras no le pasó desapercibido y ella confió siempre en mis cualidades: Nulla dies sine linea, me repetía en más de una ocasión, queriendo infundir en mí el deseo de la escritura.
Fue por ella y por su tesón que comencé mi segunda carrera en la universidad, una vez que había comenzado a ejercer la primera, fue por ella que conocí a una persona muy importante en mi vida, fuente de muchas alegrías y de un inmenso dolor cuando faltó de mi lado.
Ella, que cuando me veía por ahí, una  vez que ya había dejado de ser su alumna, me decía: “No se siente nunca, usted, no se siente nunca”…Y a veces, o casi siempre, pienso que la he defraudado, creo que sí, que me senté.
Ni siquiera sé si aún vive o si ya abandonó este mundo, sólo sé que, donde quiera que esté, mi sentimiento agradecido vuela hacia ella.

EL POMO DORADO



Alargó una  mano trémula hacia el pomo dorado que se mostraba ante ella tentador, lo asió con cuidado dispuesta a girarlo, pero algo la detuvo. No sabía bien de qué se trataba, quizás era solo una vaga sensación que la demoraba y la sumía en la duda. Quería hacerlo, de eso estaba segura, ¿pero por qué aquella falta de decisión? Miró hacia atrás por encima de su hombro, como atisbando su propio pasado…
Aquellas largas tardes con Marta acudieron a su mente, aburridas, pero relajantes… Marta, tantos años con ellas, su amiga y confidente. Su madre, mayor y enferma requería toda su atención y cuidado y así ella se había visto relegada a un puesto de hija amante y servicial olvidando su vida propia, ya inexistente y le causaba pena.
Sacrificar unas horas a la semana por su amiga tampoco era tan grave, e incluso se sentía bien acompañándola, le reportaba una especie de paz, de estar a salvo. Sus tertulias junto a la mesa de camilla, en las que se contaban sueños y deseos, ilusiones y  penas, frustraciones y miedos, eran como una verdadera terapia que las mantenía unidas.
Luego apareció él, Marcos. Marcos se volvió para ella como una insustituible droga, le colmaba el espíritu y las ansias, su cerebro y su corazón rebosaban bendiciones, era su “todo” vivido y disfrutado cada día, era su complemento, su guía, su norte y su faro, su deseo de futuro y su olvido de pasados menos propicios, su felicidad, en suma.
Después, no quería recordar el resto… estas personas no formaban ya parte de su vida, ahora estaba sola, sola e indecisa ante el pomo dorado tentador que se ofrecía a su vista como algo inquietante, pero quizás lleno de esperanzas.
¿Dar el paso? ¿Permanecer en su segura y cotidiana vida? Se demoró un minuto más, como despidiéndose de aquella habitación, testigo mudo de risas y llantos, y por fin, con un golpe seco de muñeca, lo giró…
                                                    
                                                

EL DESENGAÑO.


Sentía que una garra le atenazaba el pecho y no podía hacer nada por deshacerse de ella. En su fuero interno pensaba que era absurdo, sufrir así por una persona cuya imagen ni siquiera conocía, pero desde que le dieron la amarga noticia una honda pena le anegaba el alma. Aunque procuraba disimular tan bien como sabía, en su casa algo le notaban.

- ¿Qué te ocurre, Elisa?, estás como ausente, ¿has tenido algún problema en el trabajo?

- Que va, figuraciones tuyas, un poco cansada, eso es todo.

- Últimamente te acuestas demasiado tarde, muchas horas en el ordenador, no es bueno trabajar tanto, deberías descansar más…

Pero Elisa no trabajaba hasta tarde, sino que pasaba las horas con él –en realidad no sabía bien con quien-. Era alguien del que solo conocía su nick, su simpatía arrolladora, su buen humor y los sentimientos de los que le hablaba y que ella siempre creyó sinceros.

Recordaba emocionada la noche de su boda, todo preparado minuciosamente y con la misma ilusión que si se hubiese tratado de una boda en la vida real; hasta estaba nerviosa, cuidando los detalles, que no faltase la invitación a los amigos, ni el pastel ni el baile y a una hora lo suficientemente avanzada como para que en su casa todos –ajenos por completo al evento- durmiesen apaciblemente.

Fue poco después cuando ella lo supo; lo conocía tanto que en la manera de expresarse ya notó que algo no iba bien. Se le adivinaba triste y preocupado, pero se resistía a contárselo y ella tuvo que insistir mucho para lograr saber el motivo. Le confesó que estaba enfermo, mucho, y que el médico aquel día le había dado noticias nada alentadoras, le confesó cómo se había aferrado a esta segunda vida y a ella en particular para huir de su propia enfermedad, para sentirse lleno de salud y de dicha y acabó consolándola:

- Piensa que si un día falto, a ti deberé haber encontrado la felicidad en medio del dolor y además quiero que sepas que estimo más estos pocos meses de dicha contigo que toda una vida anodina sin haberte conocido.

Y de nuevo rompió a llorar ahora que nadie la veía. No hacía ni cuarenta y ocho horas que le habían dado la noticia: nunca más volvería a verlo, él había dejado de existir, nunca más se le iluminaría la cara con una amplia sonrisa al ver aparecer en el ángulo inferior izquierdo de su pantalla el mensaje: “Maknos Axon está conectado”.

Durante unas semanas no entró en Second Life, se acostaba antes de lo acostumbrado y no lograba conciliar el sueño, rememorando todo lo que habían hecho juntos, los lugares, las palabras, la casita llena de muebles que él construía y de adornos que ella buscaba con esmero para que estuviese acogedora… tantas horas juntos no se podían borrar así como así.
-La casa y el terreno… tengo que volver a entrar para borrarlo todo, quiero que todo desaparezca, será una manera de despedirme definitivamente –pensó- mañana volveré y todo quedará acabado.

Cerrarlo todo le llevó unos días, pensó que estaría bien poner el terreno a la venta una vez borrada la casa, de todas maneras, ¿para qué perderlo? O podría aprender a construir, para distraerse, cualquier cosa era mejor que dar vueltas sin fin en la cama hasta caer rendida por el sueño casi al amanecer.

Semanas después un amigo que lo había sido de ambos, le presentó a un newbie. Se llamaba Chess Casini y estaba tan perdido como ella cuando, hacía ya varios años, había comenzado en el juego.

- Ella es Elsi, y seguro que te ayuda, lleva años aquí, es experta, ya lo verás.

Y así, la figura de Chess, poco a poco fue borrando la sombra de su corazón y el recuerdo de Maknos. No sabía ni cómo ni por qué empezó ayudándole y acabaron yendo juntos a todas partes, ella disfrutaba deslumbrándolo con cosas nuevas, él aprendía rápido, tanto, que a veces la asombraba. Inteligente e ingenioso, además la hacía reír. A veces tenía la impresión de que lo conocía de toda la vida, a pesar de llevar con él sólo unas semanas.

Aquella tarde Elisa entró antes de lo acostumbrado, pensaba poner a campear a su avatar, unos cuantos lindens extra para algún caprichito. Buscó en su inventario algún landmark adecuado y se decidió por uno que ya conocía de otras veces

- Hay gente para todo, -estaban diciendo- lo que aquí no ocurra… Y el muy jeta se lo pasa divinamente y no mira si hace daño, sólo juega y se divierte. Sí, se inventa papeles, me han contado y les mete unas trolas a las chicas, si creo que hasta se casó en SL… y luego tuvo que hacerse el muerto, jajaja!

Elisa, - Elsi en SL- se acercó al grupo; no los conocía mucho, pero a veces los había visto allí, campeando y sus nombres le sonaban ligeramente, con uno de ellos se habían encontrado alguna vez en una disco, cuando ella aún iba con Maknos. Sí, ellos dos habían cruzado un saludo, pero a ella no se lo había presentado. Maknos, su amado. Recordar su nombre aún le helaba el corazón.

Ninguno reparó en ella, y siguieron hablando por el chat general.

- ¡Qué bien se lo monta el tío! Me dijo que para él esto es genial para matar el aburrimiento. Sí, el último nombre que se ha puesto dice que lo eligió porque significa ajedrez, el juego que, fuera de SL, es su pasión.

Elisa dio un respingo y palideció. No era posible. Ajedrez. Chess. Una boda. Fingir su muerte. Demasiadas coincidencias. Demasiado cruel. Pero no podía ser el mismo, no podían estar hablando de su Maknos, ni de Chess.Y ahora que lo pensaba, Maknos le había hablado de la estrategia del ajedrez, de la emoción de acorralar al adversario… ¿Y por qué la iba a buscar dos veces a ella misma?¿Para hacerle el doble de daño? O era tan inconsciente que no reparaba en el dolor auténtico y verdadero que le había causado con su muerte fingida, y ¿por qué, tras desaparecer, volvía a ella?.

Se teletransportó con celeridad para huir de allí y no seguir oyendo la conversación y también para que no notasen su presencia. Necesitaba pensar. ¿Podría seguir con él y con la duda? No. Le hablaría en cuanto entrase, aunque hiciese el ridículo, de todos modos Chess había a cientos en SL, y él siempre podría negarlo… En lo más recóndito de su subsconsciente ella deseaba con vehemencia que lo negase, quería volver a ponerse la venda en los ojos y disfrutar de nuevo de sus risas y de sus palabras que la acariciaban con ternura día a día.

Pasado un rato que se le antojó eterno, apareció la concisa frase en su pantalla sobre el rectángulo azul: “Chess Casini está conectado”.

Lo abordó valientemente, directa, sin concesiones, le explicó lo que había oído esa tarde y también la sensación de “déjà vu” que experimentaba a su lado tan a menudo, le preguntó sin ambages si era él su Maknos…

Y él no negó nada.

- ¿Por qué yo las dos veces?- preguntó anonadada, queriendo entender…

- Eras tan divertida y tan adorable, querida, que me reté a mí mismo, sólo quería saber si sería capaz de enamorarte una segunda vez, la emoción de empezar de nuevo, de conquistarte usando diferentes mañas, sin que te dieses cuenta que era la misma persona… no creas, era un reto difícil que me sedujo en cuanto se me ocurrió. Un aliciente en mi juego. ¿Para qué iba a cambiar? Tú me gustas mucho, me lo paso bien contigo, eres tan encantadora…

Elisa no respondió. Lentamente movió sus dedos hacia la crucecita blanca que cierra el programa y tras pulsarla entró en el panel de control de su ordenador, buscó en la lista de desinstalación de programas el icono de SL y lo oprimió, segura de sí misma y de que nunca más volvería a caer en aquel error, pero a la vez sintió que, muy dentro de ella, algo se había roto.
                                   
                              
                                                         

14 julio 2012

NO PERDONO A LA MUERTE ENAMORADA...



La primavera había llegado a su última fase y los calores del verano a se dejaban sentir con fuerza en la ciudad. Era una mañana de sábado, alegre y soleada, que María había aprovechado para llevar a cabo cosas que el resto de la semana, debido a su trabajo, no podía hacer.
Carlos no se apartaba de su pensamiento ni un minuto. Hoy no estaban juntos, él tenía montones de exámenes para corregir y había preferido marcharse a la playa con su hermano pequeño, conocía una cala absolutamente desierta donde nadie le molestaba, allí podía trabajar y, si la temperatura lo permitía, darse un buen baño.
María mientras, en la ciudad, se encargaba ilusionada de ultimar preparativos. Sólo un mes, treinta días justos faltaban para la ansiada boda, y casi todo estaba ya previsto: el lugar, una preciosa ermita a las afueras de la ciudad, que habían conseguido apalabrar, no sin dificultad, pues la demanda en aquella temporada era mucha; las flores y la música estaban contratadas… repasaba mentalmente que no faltase un detalle y una amplia sonrisa se dibujaba en su rostro, a la vez que se le expandía el corazón dentro del pecho.
Ahora mismo había deslizado un grueso fajo de cartas, invitaciones a parientes y amigos y por la tarde haría una última visita a la modista, que le acabase de entallar el traje…
Ya sólo quedaba esperar el gran día, el que imaginaba como el más bello de toda su vida.
Se estremeció al pensar de nuevo en Carlos, era tan deliciosamente encantador, su mirada siempre tierna, sus besos siempre dulces, las horas vividas sin él las consideraba horas perdidas…
Embebida en sus propios pensamientos giró mecánicamente la llave en la puerta de su casa.
-¡Hola, ya estoy aquí!
Su madre se acercaba por el pasillo extendiéndole un trozo de papel con un número anotado.
-Llamaron hace unas horas, era de casa de Carlos, no explicaron nada, sólo dejaron un mensaje en el contestador con este número de teléfono pidiendo que llamases. Pero debe haber una avería, estamos sin línea…
Ella ya no la escuchaba, le había arrebatado el papel de las manos y corría escaleras abajo, intentando no sentir la oleada de angustia que le embargaba, algo no iba bien, estaba segura, malos presagios se agolpaban en su mente…
Salió a la calle ajena a todo, el corazón le latía con fuerza, atravesó la avenida sin mirar y sólo se dio cuenta de lo que hacía al escuchar el sonido de un  claxon que la advertía del peligro… el semáforo estaba rojo. Presa de pánico siguió sorteando los coches y llegó al otro lado.
Se precipitó en el interior de la cabina, marcó el número con mano temblorosa. Al identificarse escuchó una voz entrecortada…
-Carlos… ha tenido un accidente.
-¿Qué ha pasado? ¿Es grave? ¿Está en el hospital? ¿Cómo se encuentra?
Solo unos sollozos al otro extremo del hilo.
- ¿Qué ha ocurrido?, ¡dímelo, por favor!
De nuevo unos sollozos y una voz que balbuceaba…
- Está…desaparecido…en el mar…no hay que hacerse ilusiones… sólo esperar que el mar nos lo devuelva…
Las palabras resonaron en sus oídos como mazazos. El auricular cayó de sus manos y quedó pendiendo del cable, bamboleándose como el cuerpo de un ahorcado. Notó que las piernas le flaqueaban y un intenso mareo se apoderó de su cabeza, apoyó la espalda en el cristal de la cabina y poco a poco fue deslizándose hasta quedar acuclillada, mirando como hipnotizada el incesante vaivén del teléfono y notando cómo la vida huía de sus sentidos.
De alguna manera ella sabía que también había muerto en ese instante.

Días después, transida de dolor y con las lágrimas corriendo por sus mejillas, escribiría en su diario, haciendo suyos, aquellos versos de Miguel Hernández:

“No perdono a la muerte enamorada
no perdono a la vida desatenta
no perdono a la tierra ni a la nada…”
                 
                                 




LA BANDA ROJA.




Caminaba por la calle tan alegre que sus pequeños pies parecían no tocar el suelo. Ajena a todo e inmersa en la felicidad que rebosaba, el camino a casa le parecía más largo que otros días, tantas eran las ganas que tenía de llegar.
De vez en cuando bajaba la mirada hacia la bella banda roja que cruzaba su pecho, había conseguido aquel galardón por sus méritos, aplicación y buen comportamiento, y su nombre ahora estaba escrito en el cuadro de honor en el pasillo del colegio, con aquella caligrafía esmerada e impecable que sólo las monjas sabían hacer.
Giró la última esquina y su pulso se aceleró aún más… al llegar al portal de su casa, una vivienda antigua y vetusta, justo en el centro de la ciudad, se empinó de puntillas como cada día para alcanzar el timbre, y acto seguido comprobó de nuevo que la banda seguía en su sitio, se retocó el lazo que reposaba sobre el su cadera izquierda, cuidadosamente, casi acariciándolo, y se dispuso a hacer su entrada majestuosa y triunfante.
La casa, que estaba compuesta de tres pisos, tenía al entrar un pequeño patio, revestido con alegres azulejos de estilo andaluz, patio que era necesario cruzar a toda prisa si no quería que mamá, que se había asomado para abrir la puerta, la viese desde la galería y pudiese advertir el adorno que ostentaba, lo que hubiese restado efecto a la aparición que pretendía efectuar.
Corrió pues escaleras arriba, tan alborozada, que casi no podía respirar. Al entrar en la vivienda se dirigió derecha a la cocina, donde su madre, vuelta de espaldas, estaba entregada a sus labores domésticas.
- ¡Mamá, mírame!
La madre se volvió parsimoniosa y al ver la banda roja sobre el pecho de su hija, le preguntó extrañada de dónde había sacado aquello que llevaba puesto.

- ¡Es la banda de honor del colegio, mamá, me la he ganado por haber sido este mes la mejor! ¡Me la ha puesto Sor Paz, la directora!
Siguió un momento de silencio que le pareció eterno, ansiosa como estaba de recibir felicitaciones y alabanzas.
- ¿En el colegio te han puesto una banda de honor, por ser la mejor, después de dos años? ¿En todo este tiempo, nunca has sido la mejor? ¡Vergüenza debería darte de no haber traído esta banda cada mes…! ¿Y estás tan orgullosa sólo porque la has conseguido en una ocasión?
E ignorándola, después de decir esto, se dio la vuelta y siguió ocupada en sus quehaceres.

La pequeña marchó con paso cansino hasta su cuarto, casi arrastrando los pies. Cerró la puerta, depositó con cuidado su bonita banda roja sobre la cama, la alisó una vez más mientras las lágrimas comenzaban a rodar por sus mejillas y, sintiéndose miserable, se acurrucó en un rincón y lloró tristemente el resto de la tarde.
                                                                                                




PESADILLA.

Caminaba con pasos apretados y ligeros, volviendo la vista atrás a intervalos frecuentes. Sentía como un aliento gélido en la nuca que no se alejaba de ella y ese era el motivo de que, una y otra vez, girase la cabeza para comprobar, por enésima vez, que nadie la seguía.
Observaba temerosa lo vacía que estaba la calle. La plaza que acababa de atravesar no estaba frecuentada por ningún viandante y, en cierto sentido, comenzaba a padecer agorafobia. El mero hecho de salir al exterior, de abandonar la calidez de su casa o, más bien, el reducto de su habitación, la hacía temblar como una inconsistente hoja zarandeada por el viento otoñal.
Pero se había obligado a sí misma a ser fuerte, a luchar contra aquella sensación álgida que la embargaba una y otra vez cuando marchaba, como ahora, por las solitarias y vacías calles de camino a su casa.
La hora, intempestiva, tampoco ayudaba. Aquel nuevo trabajo, al que había estado a punto de renunciar, la hacía permanecer demasiado tiempo fuera de su hogar, hasta mucho más tarde de lo que ella hubiese deseado. Pero los tiempos no estaban para permitirse el lujo de desdeñar ninguna oportunidad y aquí se hallaba, como cada noche, asustada, corriendo más que andando, por las recoletas calles que un día tras otro se veía precisada de atravesar.
La hojarasca, impelida por el aire que soplaba revoltoso, daba lugar a débiles murmullos, a rumores tenues, a voces inexistentes que la acompañaban en su temeroso caminar, y que eran el motivo de su constante e inquieto movimiento de cabeza.
Y, de pronto, las hojas arremolinadas se levantaron, aunándose entre sí, formando una figura, espectral, terrorífica, que se dilataba hacia lo alto, para luego inclinarse sobre ella y con múltiples brazos y múltiples bocas parecía querer abrazarla a la vez que le musitaba incoherencias junto a su oído.
No puedo resistirlo más, los nervios desatados, desencajada y pálida, se hallaba envuelta en aquel torbellino de hojas y sonidos, a punto de desfallecer, de dejarse arrastrar por la frenética oleada que la envolvía amenazando con devorarla.
Pero en medio del caos, un fuerte sonido la impactó. Una sirena con su estrepitosa alarma se acercaba, aquello iba a ser su salvación…

La sirena sonaba con ímpetu creciente, un sudor frío la envolvía, estaba casi petrificada cuando sus ojos se abrieron de par en par y quedaron mirando el techo sin saber muy bien qué estaba pasando, volvió a girar la cabeza y un objeto esférico de áspero sonido se recortó sobre su mesilla de noche y, aún sobrecogida por la angustia, reconoció el sonido estridente de su pequeño despertador.
Aquello era seguramente una señal… no iría a la entrevista de trabajo donde la esperaban, aquél trabajo de horario imposible que no la atraía en absoluto.
Pensó que merecía un descanso tras la turbulenta noche y, aliviada por haber tomado, al fin, una decisión, se dio la vuelta en su cálido lecho dispuesta a relajarse un rato más…