NO PERDONO A LA MUERTE ENAMORADA...



La primavera había llegado a su última fase y los calores del verano a se dejaban sentir con fuerza en la ciudad. Era una mañana de sábado, alegre y soleada, que María había aprovechado para llevar a cabo cosas que el resto de la semana, debido a su trabajo, no podía hacer.
Carlos no se apartaba de su pensamiento ni un minuto. Hoy no estaban juntos, él tenía montones de exámenes para corregir y había preferido marcharse a la playa con su hermano pequeño, conocía una cala absolutamente desierta donde nadie le molestaba, allí podía trabajar y, si la temperatura lo permitía, darse un buen baño.
María mientras, en la ciudad, se encargaba ilusionada de ultimar preparativos. Sólo un mes, treinta días justos faltaban para la ansiada boda, y casi todo estaba ya previsto: el lugar, una preciosa ermita a las afueras de la ciudad, que habían conseguido apalabrar, no sin dificultad, pues la demanda en aquella temporada era mucha; las flores y la música estaban contratadas… repasaba mentalmente que no faltase un detalle y una amplia sonrisa se dibujaba en su rostro, a la vez que se le expandía el corazón dentro del pecho.
Ahora mismo había deslizado un grueso fajo de cartas, invitaciones a parientes y amigos y por la tarde haría una última visita a la modista, que le acabase de entallar el traje…
Ya sólo quedaba esperar el gran día, el que imaginaba como el más bello de toda su vida.
Se estremeció al pensar de nuevo en Carlos, era tan deliciosamente encantador, su mirada siempre tierna, sus besos siempre dulces, las horas vividas sin él las consideraba horas perdidas…
Embebida en sus propios pensamientos giró mecánicamente la llave en la puerta de su casa.
-¡Hola, ya estoy aquí!
Su madre se acercaba por el pasillo extendiéndole un trozo de papel con un número anotado.
-Llamaron hace unas horas, era de casa de Carlos, no explicaron nada, sólo dejaron un mensaje en el contestador con este número de teléfono pidiendo que llamases. Pero debe haber una avería, estamos sin línea…
Ella ya no la escuchaba, le había arrebatado el papel de las manos y corría escaleras abajo, intentando no sentir la oleada de angustia que le embargaba, algo no iba bien, estaba segura, malos presagios se agolpaban en su mente…
Salió a la calle ajena a todo, el corazón le latía con fuerza, atravesó la avenida sin mirar y sólo se dio cuenta de lo que hacía al escuchar el sonido de un  claxon que la advertía del peligro… el semáforo estaba rojo. Presa de pánico siguió sorteando los coches y llegó al otro lado.
Se precipitó en el interior de la cabina, marcó el número con mano temblorosa. Al identificarse escuchó una voz entrecortada…
-Carlos… ha tenido un accidente.
-¿Qué ha pasado? ¿Es grave? ¿Está en el hospital? ¿Cómo se encuentra?
Solo unos sollozos al otro extremo del hilo.
- ¿Qué ha ocurrido?, ¡dímelo, por favor!
De nuevo unos sollozos y una voz que balbuceaba…
- Está…desaparecido…en el mar…no hay que hacerse ilusiones… sólo esperar que el mar nos lo devuelva…
Las palabras resonaron en sus oídos como mazazos. El auricular cayó de sus manos y quedó pendiendo del cable, bamboleándose como el cuerpo de un ahorcado. Notó que las piernas le flaqueaban y un intenso mareo se apoderó de su cabeza, apoyó la espalda en el cristal de la cabina y poco a poco fue deslizándose hasta quedar acuclillada, mirando como hipnotizada el incesante vaivén del teléfono y notando cómo la vida huía de sus sentidos.
De alguna manera ella sabía que también había muerto en ese instante.

Días después, transida de dolor y con las lágrimas corriendo por sus mejillas, escribiría en su diario, haciendo suyos, aquellos versos de Miguel Hernández:

“No perdono a la muerte enamorada
no perdono a la vida desatenta
no perdono a la tierra ni a la nada…”
                 
                                 




1 comentario:

  1. Bellísimo relato, Eraralia, a veces la vida es así... incomprensible...
    Un gran abrazo para ti

    ResponderEliminar