25 marzo 2025

LAS ZAPATILLAS ROJAS

 


La noche había sido larga, de insomnio. Por fin amaneció y las brumas de su mente se fueron despejando.

A lo largo de la semana no se había permitido ni un respiro, solo trabajo, trabajo y más trabajo, así que decidió que aquel sábado sería totalmente de asueto.

Además estaba preocupada por aquella falta de inspiración que sufría desde hacía meses: su mente había dejado de urdir historias, le era imposible definir personajes, crear relatos originales, inventar aventuras... Una y otra vez se veía vencida ante el reto del papel en blanco.

De pronto recordó algo; tenía que recoger un encargo que le había hecho a Don Severo, el propietario del herbolario del pueblo. Pobre hombre, él, tan complaciente y servicial, seguro que lo tendría preparado y a punto, y ella, tan descuidada ni había pasado a buscarlo.

Severo era un hombre culto y refinado, con el que daba gloria entrar en conversación, recordó aquellos tiempos en que pasaban las tardes de estío entre agradables pláticas de las que siempre salía reconfortada, alegre, con varias bolsitas para hacer infusiones y con un montón de palabras nuevas en su bagaje léxico.


El tráfico era escaso a aquellas horas de la mañana, así que, antes de darse cuenta, ya estaba aparcando ante el portón de madera labrada, inconfundible, de la herboristería.

—Buenos días Don Severo, ¿Qué tal está?

Amelia, dichosos los ojos, ya te daba por desaparecida.

—Ni se imagina el trabajo que tengo desde que ejerzo como contable, y siempre haciendo números... Deme algunas hierbecitas que me alivien de la indigestión matemática y, por supuesto, el perfume de lavanda que le encargué hace ya...

—Pues, si no recuerdo mal, en agosto... Porque coincidió con el lanzamiento de mi nuevo descubrimiento, el Bocepla, que ha sido un éxito.

—Algo me dijo nuestro común amigo Juan... Pero ¿no será un placebo?

—Mmmm... secreto profesional, pero si quieres probarlo te regalo una cajita. Parece que en él ha obrado maravillas.

Amelia observó la caja con las pastillas y se sintió esperanzada. Le hubiese gustado haber hablado con Juan, para escuchar de primera mano los efectos que el medicamento le había producido, pero no había manera de contactar con él, parecía que se hubiese evaporado.

En cuanto llegó a casa sacó el prospecto. Observó que llevaba, a todo color, un bonito dibujo: unas preciosas zapatillas rojas, cuyo significado no comprendió.

Luego, se lanzó ansiosa sobre las pildoritas, y las engulló tres, una tras otra, llena de ilusión y optimismo ante la perspectiva de recuperar su fertilidad verbal de antaño, y fue rauda a conectar su portátil.

Hizo crujir sus articulaciones dactilares y se dispuso a escribir.

Escribió y escribió de manera vertiginosa durante horas, durante días, durante semanas, sin sentir ni darse cuenta.

De nuevo era feliz.

Tenía ideas a montones, ni siquiera acudía a su trabajo... Dejó de comer, dejó de dormir, dejó de ir al baño... un buen día dejó de existir.

Su cabeza descansó pesadamente sobre el teclado, mientras sus dedos agarrotados lo asían con fuerza por ambos lados, resistiéndose a soltar la presa.





20 marzo 2025

AQUEL VIAJE


Nunca imaginé que aquel verano se iba a convertir en el mejor de mi vida.

Mi padre, por primera vez en muchos años, disfrutaba de unas merecidas vacaciones. Por fin había decidido tomarse unos días libres, planeando un viaje en tren para toda la familia: Íbamos a visitar a nuestros parientes de Barcelona, que tanto mi hermana como yo sólo conocíamos por fotos y nuestro contacto se limitaba a fechas señaladas: navidad, santos, cumpleaños…

Ambas estábamos exultantes: qué nervios, nuestro primer viaje en tren. Aquellos trenes lentos e incómodos, tan lejos aún de la rapidez y el confort del AVE. Pero nos daba igual, ¡qué emocionadas estábamos!

Aquella noche del mes de agosto quedó grabada a fuego en nuestras jóvenes memorias: Todo era apasionante y, por supuesto, no nos permitimos dar ni la más ligera cabezada. Al amanecer, cuando nuestro punto de destino quedaba ya próximo, nos encontrábamos ansiosas, cansadas y expectantes, pero nuestra mayor preocupación consistía en pensar qué impresión le causaríamos a nuestros tíos y primos, cuando nos vieran llegar tan agotadas y ojerosas. Así que pusimos todo nuestro esmero en peinarnos y acicalarnos como mejor pudimos mientras el tren se adentraba en la Estación del Norte y en el andén se agolpaban los familiares que esperaban ilusionados.

Lo que yo no podía ni intuir entonces es lo que estaba a punto de ocurrir… pero eso ya será otra historia.

27 febrero 2025

HOTARU

 



Mi nombre es Hotaru, y soy una IA de última generación, en concreto un APS 428. Estas siglas quizás no os digan nada, pero debieron ser algo importante en los años en los que me construyeron, porque cuando la gente me veía en la tienda de robótica, exclamaban:

-Mira, un APS 428!

Y se quedaban observándome durante un rato.

Y sí, era entonces de última generación, pero al correr de los años han aparecido modelos mucho más sofisticados que el mío. Por eso, y gracias a la obsolescencia programada, ya casi no me tengo en pie.

Estoy en un lugar oscuro y polvoriento, compartiendo espacio con otros cachivaches que quedaron fuera de uso. Casi nunca nadie de la casa sube aquí, y si lo hacen no es para visitarme. Durante la mayor parte del tiempo me autodesconecto, así alargo un poco más la vida útil de mi ya exangüe batería…

Lo único que permanece intacto en mí es el archivo de memoria, lo que me ayuda a pasar las horas tediosas a la espera de que la desconexión sea total y no voluntaria como hasta ahora.

Aquel día, hace quince años, yo estaba en la tienda; prácticamente acababa de ser enviada allí. La encargada me había colocado un precioso vestido azul que, según ella, resaltaba más aún el color de mis ojos, los clientes me miraban con expectación; a veces, a petición de la encargada yo, y algunas otras desfilábamos por la tienda, repartiendo sonrisas al público.

En uno de esos desfiles noté un pequeño tirón de la falda y al dirigir mi visión hacia allí vi a un niño, de alrededor de seis años, que se aferraba a la tela.

-¡Esta, esta, mamá, quiero esta! ¡Vamos a llevárnosla a casa!

Los padres, que estaban interesados en la adquisición de un modelo como el mío, creado con fines domésticos para el cuidado de niños, se dirigieron a la encargada queriendo saberlo todo sobre mis especificaciones y calidades. Debieron quedar satisfechos, porque unos días más tarde me enviaron a su casa con todos mis circuitos puestos a punto.

Eduardo, el que sería mi niño y al que habría de dedicar toda mi vida útil, me esperaba nervioso y contento a partes iguales. Yo, si hubiera podido, también habría estado muy nerviosa.

Estaba programada para aprender y cada día sabía más de sus necesidades, gustos y aficiones.

Eduardo era un niño débil y enfermizo, tenía un problema de movilidad en las extremidades inferiores que le hacían proclive a caídas y pequeños accidentes, de ahí la necesidad de mi vigilancia constante, que yo mantenía sin descuidar un momento. Creo que incluso llegué a intuir lo que debe sentir una madre.

Pero solo soy una máquina y eso me ayuda a afrontar la soledad desde que Eduardo marchó a la universidad y yo deje de ser necesaria en la casa. Al principio, Elena, su madre, me pedía pequeñas colaboraciones en el hogar, pero a medida que todo en mí se fue ralentizando dejé de ser una máquina de precisión para convertirme más bien en un estorbo que deambulaba por la casa y decidieron aparcarme aquí arriba.

Cuando Eduardo viene en las vacaciones a veces ni se acuerda de subir a verme, ya es un hombre, ya no me necesita. Es en esos momentos cuando más me alegro de no sentir ni padecer. O al menos es algo que oí muchas veces en boca de Elena:

-Qué disgustos me da este niño, no sabes la suerte que tienes tú, que ni sientes ni padeces!

Y sería verdad, pero recuerdo cada día de los que pasamos en el hospital por los problemas con sus piernas, los progresos, los tratamientos, la rehabilitación en la que yo ayudaba constantemente, la primera vez que lo vi salir corriendo, su alegría inconmensurable y ¿la mía? No puedo saber lo que es la felicidad, pero una corriente extraña, que no sé cómo calificar, se expandió por mis circuitos.

Un momento. Alguien acaba de entrar en el desván, desde este ángulo no los veo y ya casi no me puedo mover.

-Mira, aquí está, cuidado que estas máquinas pesan muchísimo -dijo una voz de hombre- no se te vaya a caer encima.

- Qué pena,- dijo el otro- verdaderamente es una belleza, y tan real… si parece humana. Y eso que es un modelo antiguo. Ve con cautela, no se vaya a estropear.

-Tampoco hace falta tanto cuidado –respondió el primero- de todos modos en el desguace la van a desmontar entera. La empresa que la ha comprado como material reciclable usará solo las partes que no están gastadas en nuevos robots.

Al oír esto, Hotaru experimento algo parecido a la alegría. Al fin y al cabo no se quedaría allí para siempre, esperando que el óxido carcomiese todo su metal… sería integrada en otras maquinas que, como ella, le harían la vida más fácil a otros humanos, muchos pedacitos de ella estarían aquí y allá, volverían a ser útiles.

-Mira, aún tiene el botón de conexión encendido – fue lo último que oyó decir.

Y después de eso, la nada.






04 febrero 2025

MI PRIMER ADIÓS. MI CASA DE INFANCIA.

 



El primero de los diferentes traumas que han ido jalonando mi vida fue el de verme obligada a abandonar la casa de mi infancia, el lugar donde nací.

Si cierro los ojos aún puedo recordar con todo lujo de detalles aquella vivienda. Y de una manera especialmente vívida, el patio interior, desde el cual se accedía a unas regias escaleras de mármol blanco que daban acceso a los tres pisos que constituían el edificio. Un lugar tan peculiar y anacrónico, que si no pensara que mi memoria lo conserva tal y como era, podría creer que mis recuerdos me juegan una mala pasada.

Me veo a mí misma sentada a caballito en uno de los dos poyetes que sostenían el arco central, mi hermana, en el otro, mientras las risas y las historias que inventábamos sobre la marcha lo llenaban todo.

El patio, alicatado con un zócalo de mediana altura, exhibía sus azulejos blancos adornados con cenefas en tonos azules hasta llegar al punto en el que la pared encalada se volvía de un blanco inmaculado, lo que ayudaba a dar luminosidad al lugar. En el centro, revestido también por el mismo tipo de azulejos, un pequeño estanque, octogonal, inmenso para mis reducidas proporciones de entonces, pero que en realidad no contaría con más de medio metro de altura por uno de ancho, normalmente estaba vacío, excepto cuando la lluvia se encargaba de rellenarlo.

En la parte contraria a la de las escaleras los poyetes, también alicatados y el arco central daban paso a una zona sombría, y a un lado dos enormes tinajas rojas, ya en desuso, pero que en su momento debieron tener alguna función aparte de la ornamental. Esas tinajas eran para nosotras motivo de temor, cuando inventábamos historias que no nos creíamos, sobre qué habría dentro de ellas o si alguien que entrase en plena noche y podría usarlas como escondite, y a pesar de no creerlas, siempre nos hacían apretar el paso cuando cruzábamos por delante de ellas.

La puerta enorme, de madera oscura, cuyo llamador era una mano de hierro sujetando una bola y una cerradura cuya llave necesitaba un buen lugar en el bolso para ella sola.

Un día las máquinas demoledoras dieron al traste con todo aquello en aras de la funcionalidad, y nosotras nos vimos obligadas a mudarnos a un barrio y a una casa más moderna, pero carente del sabor que la vetustez había imprimido en cada uno de aquellos antiguos muros.

Durante mucho tiempo soñé con esa casa, la eché de menos, como se echa de menos una presencia querida y la añoré tanto que aún hoy, cuando paseo por el centro de la ciudad y paso por delante del edificio que fue levantado en su lugar, una burda imitación sin estilo propio, siento que sigo perteneciendo a ese espacio, aunque allí ya no haya nada que recuerde lo que fue.

27 enero 2025

EN AUTOBÚS

 


    Viajar en autobús no es precisamente uno de mis pasatiempos favoritos , pero desde que la ley de movilidad remodeló la ciudad y nos privó de zonas de aparcamiento a cielo abierto, si tenemos en cuenta que padezco una ligera claustrofobia (que se exacerba si he de descender por plantas subterráneas en busca de parking), me he convertido, a mi pesar, asidua usuaria del transporte público.

    El autobús es ese cubículo que contiene más cantidad de pulmones ávidos de aire que metros cúbicos de oxígeno, y que, aparte de ser un excelente caldo de cultivo para virus y bacterias, también puede serlo para que esta buscadora de historias con ínfulas de escritora mire, escuche e imagine.

    A veces me llaman la atención conversaciones telefónicas de gente que, olvidando dónde se encuentra, habla tan abiertamente como si se hallara al abrigo de las cuatro paredes de su casa, o esa viajera ávida de charla que no tiene reparos en contarle su vida a cualquier desconocido, o simplemente mi vista tropieza con alguien especial y es donde mi imaginación se desata y comienzan las elucubraciones.

    Hace unas semanas me sucedió.

    Levanté la cabeza de mi móvil con el que venía jugando para paliar el tedio del viaje y reparé en un joven que se mantenía en pie, y guardaba el equilibrio recostándose ligeramente sobre los cristales de las ventanillas , absorto en su móvil, como la mayoría de usuarios. Llevaba gafas de sol y una gorra de de beisbol. Extraída a través de la apertura trasera aparecía recogido en una cola de caballo, un cabello largo, negro y ensortijado.

    Me fijé en sus rasgos, caucásicos, en exótico contraste con el color de su piel, de un ébano puro. No podía verle los ojos, ocultos tras las gafas y velados por la visera de la gorra, pero la nariz y el exquisito perfilado de sus labios se me antojaron rayanos en la perfección.

    Naturalmente mi innata discreción me impedía escrutarlo a placer, así que me hube de conformar con lanzarle furtivas ojeadas.

    Vestía un jersey de aspecto impecable, la lana de calidad, tipo cachemir, se ajustaba a sus hechuras con precisión cirujana. El cuello, a la caja, dejaba ver el bellísimo contraste entre el azul eléctrico del suéter y el negro absoluto de su piel. Unos vaqueros completaban el atuendo. Su aspecto era la viva estampa del lujo silencioso: sencillez y calidad.

    Demasiado joven para gozar de un alto estatus social por méritos propios, deduje que, debía pertenecer a una familia acaudalada o bien se dedicaba al modelaje; atributos no le faltaban para ejercer esta profesión: juventud, estatura, complexión atlética, porte elegante y un plus de exotismo.

    Pero probablemente fuera aún estudiante. Quizás sus padres le financiaban un viaje por Europa para completar su educación. Puede que algún intercambio con otro universitario, o un máster, o un Erasmus… ¿A dónde se dirigiría? Al campus? No, no lleva libros, ni mochila. Habrá quedado con alguien? Irá a visitar algún punto de interés?

    Sea lo que fuere, el muchacho irradiaba un cierto magnetismo que me atrapó desde el mismo instante en que lo descubrí. Deseé fervientemente que levantara la cabeza, para poder atisbar el resto de su fisonomía, pero siguió totalmente concentrado en su pantalla y mi deseo no se cumplió.

    El autobús se detuvo en mi parada y con su detención se disolvieron mis divagaciones. El momento espacio-tiempo que nos había reunido llegó a su fin, nuestros caminos se bifurcaron de nuevo; y acto seguido desapareció de mi campo de visión llevándose consigo su misterio.




01 enero 2025

EL RELOJ DE PARED

 


A él le gustaban los relojes de péndulo, de aquellos de pesas y carillón, vetustos y regios.

Yo temía que , en cualquier momento, pudiera encontrar en mitad de mi salón uno de roble o de caoba, con su caja larga y su aspecto lóbrego.

Así que para que no sucediera tal cosa, me adelanté y adquirí un modelo a caballo entre lo clásico y lo actual, que tenía sonido, sí, pero se colgaba directamente en la pared prescindiendo de la caja. Tenía péndulo, también, pero de movimiento mecánico, En resumen: moderno, funcional y absolutamente alejado de la aparatosidad de los clásicos.

Así, como un regalo sorpresa, llegó a casa este reloj , el mismo que ahora me mira con aire resentido, mientras mueve su péndulo dorado en un incesante e hipnótico balanceo.

Después, cuando el insomnio hizo mella en mí, aquella cantinela sonando en la madrugada, me exasperaba.

Un buen día, mientras lo manipulaba para el cambio de hora, mis dedos notaron un pequeño cable que parecía estar fuera de su lugar, supongo que a causa de los repetidos traslados que había sufrido la pobre máquina. Sin premeditación pero con alevosía, -lo confieso-, tiré suavemente de él y pude comprobar que, al instante se hizo el silencio. Disimulé una sonrisa triunfal.

Cuando al día siguiente mi marido comentó extrañado la mudez del reloj , yo, con un mohín de inocencia dije:

- Se habrá estropeado, tiene tanto tiempo ya…

Y así acabé con su sonería, pero no con mi insomnio.

Años después vinimos a vivir a este piso que ahora habito en soledad y nada más entrar en él un estruendo inesperado nos sobresaltó: era la campana electrónica de una Iglesia que hay al final de la calle. No solo toca religiosamente horas y medias, sino que también llama a misa, dobla por los difuntos e incluso desgrana cada día las notas de “El trece de mayo” a la hora del ángelus, previamente a las doce campanadas.

Y esta vez no creo que exista un cable que arrancar de manera subrepticia.

¿Casualidad o castigo?