25 marzo 2025

LAS ZAPATILLAS ROJAS

 


La noche había sido larga, de insomnio. Por fin amaneció y las brumas de su mente se fueron despejando.

A lo largo de la semana no se había permitido ni un respiro, solo trabajo, trabajo y más trabajo, así que decidió que aquel sábado sería totalmente de asueto.

Además estaba preocupada por aquella falta de inspiración que sufría desde hacía meses: su mente había dejado de urdir historias, le era imposible definir personajes, crear relatos originales, inventar aventuras... Una y otra vez se veía vencida ante el reto del papel en blanco.

De pronto recordó algo; tenía que recoger un encargo que le había hecho a Don Severo, el propietario del herbolario del pueblo. Pobre hombre, él, tan complaciente y servicial, seguro que lo tendría preparado y a punto, y ella, tan descuidada ni había pasado a buscarlo.

Severo era un hombre culto y refinado, con el que daba gloria entrar en conversación, recordó aquellos tiempos en que pasaban las tardes de estío entre agradables pláticas de las que siempre salía reconfortada, alegre, con varias bolsitas para hacer infusiones y con un montón de palabras nuevas en su bagaje léxico.


El tráfico era escaso a aquellas horas de la mañana, así que, antes de darse cuenta, ya estaba aparcando ante el portón de madera labrada, inconfundible, de la herboristería.

—Buenos días Don Severo, ¿Qué tal está?

Amelia, dichosos los ojos, ya te daba por desaparecida.

—Ni se imagina el trabajo que tengo desde que ejerzo como contable, y siempre haciendo números... Deme algunas hierbecitas que me alivien de la indigestión matemática y, por supuesto, el perfume de lavanda que le encargué hace ya...

—Pues, si no recuerdo mal, en agosto... Porque coincidió con el lanzamiento de mi nuevo descubrimiento, el Bocepla, que ha sido un éxito.

—Algo me dijo nuestro común amigo Juan... Pero ¿no será un placebo?

—Mmmm... secreto profesional, pero si quieres probarlo te regalo una cajita. Parece que en él ha obrado maravillas.

Amelia observó la caja con las pastillas y se sintió esperanzada. Le hubiese gustado haber hablado con Juan, para escuchar de primera mano los efectos que el medicamento le había producido, pero no había manera de contactar con él, parecía que se hubiese evaporado.

En cuanto llegó a casa sacó el prospecto. Observó que llevaba, a todo color, un bonito dibujo: unas preciosas zapatillas rojas, cuyo significado no comprendió.

Luego, se lanzó ansiosa sobre las pildoritas, y las engulló tres, una tras otra, llena de ilusión y optimismo ante la perspectiva de recuperar su fertilidad verbal de antaño, y fue rauda a conectar su portátil.

Hizo crujir sus articulaciones dactilares y se dispuso a escribir.

Escribió y escribió de manera vertiginosa durante horas, durante días, durante semanas, sin sentir ni darse cuenta.

De nuevo era feliz.

Tenía ideas a montones, ni siquiera acudía a su trabajo... Dejó de comer, dejó de dormir, dejó de ir al baño... un buen día dejó de existir.

Su cabeza descansó pesadamente sobre el teclado, mientras sus dedos agarrotados lo asían con fuerza por ambos lados, resistiéndose a soltar la presa.





20 marzo 2025

AQUEL VIAJE


Nunca imaginé que aquel verano se iba a convertir en el mejor de mi vida.

Mi padre, por primera vez en muchos años, disfrutaba de unas merecidas vacaciones. Por fin había decidido tomarse unos días libres, planeando un viaje en tren para toda la familia: Íbamos a visitar a nuestros parientes de Barcelona, que tanto mi hermana como yo sólo conocíamos por fotos y nuestro contacto se limitaba a fechas señaladas: navidad, santos, cumpleaños…

Ambas estábamos exultantes: qué nervios, nuestro primer viaje en tren. Aquellos trenes lentos e incómodos, tan lejos aún de la rapidez y el confort del AVE. Pero nos daba igual, ¡qué emocionadas estábamos!

Aquella noche del mes de agosto quedó grabada a fuego en nuestras jóvenes memorias: Todo era apasionante y, por supuesto, no nos permitimos dar ni la más ligera cabezada. Al amanecer, cuando nuestro punto de destino quedaba ya próximo, nos encontrábamos ansiosas, cansadas y expectantes, pero nuestra mayor preocupación consistía en pensar qué impresión le causaríamos a nuestros tíos y primos, cuando nos vieran llegar tan agotadas y ojerosas. Así que pusimos todo nuestro esmero en peinarnos y acicalarnos como mejor pudimos mientras el tren se adentraba en la Estación del Norte y en el andén se agolpaban los familiares que esperaban ilusionados.

Lo que yo no podía ni intuir entonces es lo que estaba a punto de ocurrir… pero eso ya será otra historia.

27 febrero 2025

HOTARU

 



Mi nombre es Hotaru, y soy una IA de última generación, en concreto un APS 428. Estas siglas quizás no os digan nada, pero debieron ser algo importante en los años en los que me construyeron, porque cuando la gente me veía en la tienda de robótica, exclamaban:

-Mira, un APS 428!

Y se quedaban observándome durante un rato.

Y sí, era entonces de última generación, pero al correr de los años han aparecido modelos mucho más sofisticados que el mío. Por eso, y gracias a la obsolescencia programada, ya casi no me tengo en pie.

Estoy en un lugar oscuro y polvoriento, compartiendo espacio con otros cachivaches que quedaron fuera de uso. Casi nunca nadie de la casa sube aquí, y si lo hacen no es para visitarme. Durante la mayor parte del tiempo me autodesconecto, así alargo un poco más la vida útil de mi ya exangüe batería…

Lo único que permanece intacto en mí es el archivo de memoria, lo que me ayuda a pasar las horas tediosas a la espera de que la desconexión sea total y no voluntaria como hasta ahora.

Aquel día, hace quince años, yo estaba en la tienda; prácticamente acababa de ser enviada allí. La encargada me había colocado un precioso vestido azul que, según ella, resaltaba más aún el color de mis ojos, los clientes me miraban con expectación; a veces, a petición de la encargada yo, y algunas otras desfilábamos por la tienda, repartiendo sonrisas al público.

En uno de esos desfiles noté un pequeño tirón de la falda y al dirigir mi visión hacia allí vi a un niño, de alrededor de seis años, que se aferraba a la tela.

-¡Esta, esta, mamá, quiero esta! ¡Vamos a llevárnosla a casa!

Los padres, que estaban interesados en la adquisición de un modelo como el mío, creado con fines domésticos para el cuidado de niños, se dirigieron a la encargada queriendo saberlo todo sobre mis especificaciones y calidades. Debieron quedar satisfechos, porque unos días más tarde me enviaron a su casa con todos mis circuitos puestos a punto.

Eduardo, el que sería mi niño y al que habría de dedicar toda mi vida útil, me esperaba nervioso y contento a partes iguales. Yo, si hubiera podido, también habría estado muy nerviosa.

Estaba programada para aprender y cada día sabía más de sus necesidades, gustos y aficiones.

Eduardo era un niño débil y enfermizo, tenía un problema de movilidad en las extremidades inferiores que le hacían proclive a caídas y pequeños accidentes, de ahí la necesidad de mi vigilancia constante, que yo mantenía sin descuidar un momento. Creo que incluso llegué a intuir lo que debe sentir una madre.

Pero solo soy una máquina y eso me ayuda a afrontar la soledad desde que Eduardo marchó a la universidad y yo deje de ser necesaria en la casa. Al principio, Elena, su madre, me pedía pequeñas colaboraciones en el hogar, pero a medida que todo en mí se fue ralentizando dejé de ser una máquina de precisión para convertirme más bien en un estorbo que deambulaba por la casa y decidieron aparcarme aquí arriba.

Cuando Eduardo viene en las vacaciones a veces ni se acuerda de subir a verme, ya es un hombre, ya no me necesita. Es en esos momentos cuando más me alegro de no sentir ni padecer. O al menos es algo que oí muchas veces en boca de Elena:

-Qué disgustos me da este niño, no sabes la suerte que tienes tú, que ni sientes ni padeces!

Y sería verdad, pero recuerdo cada día de los que pasamos en el hospital por los problemas con sus piernas, los progresos, los tratamientos, la rehabilitación en la que yo ayudaba constantemente, la primera vez que lo vi salir corriendo, su alegría inconmensurable y ¿la mía? No puedo saber lo que es la felicidad, pero una corriente extraña, que no sé cómo calificar, se expandió por mis circuitos.

Un momento. Alguien acaba de entrar en el desván, desde este ángulo no los veo y ya casi no me puedo mover.

-Mira, aquí está, cuidado que estas máquinas pesan muchísimo -dijo una voz de hombre- no se te vaya a caer encima.

- Qué pena,- dijo el otro- verdaderamente es una belleza, y tan real… si parece humana. Y eso que es un modelo antiguo. Ve con cautela, no se vaya a estropear.

-Tampoco hace falta tanto cuidado –respondió el primero- de todos modos en el desguace la van a desmontar entera. La empresa que la ha comprado como material reciclable usará solo las partes que no están gastadas en nuevos robots.

Al oír esto, Hotaru experimento algo parecido a la alegría. Al fin y al cabo no se quedaría allí para siempre, esperando que el óxido carcomiese todo su metal… sería integrada en otras maquinas que, como ella, le harían la vida más fácil a otros humanos, muchos pedacitos de ella estarían aquí y allá, volverían a ser útiles.

-Mira, aún tiene el botón de conexión encendido – fue lo último que oyó decir.

Y después de eso, la nada.






04 febrero 2025

MI PRIMER ADIÓS. MI CASA DE INFANCIA.

 



El primero de los diferentes traumas que han ido jalonando mi vida fue el de verme obligada a abandonar la casa de mi infancia, el lugar donde nací.

Si cierro los ojos aún puedo recordar con todo lujo de detalles aquella vivienda. Y de una manera especialmente vívida, el patio interior, desde el cual se accedía a unas regias escaleras de mármol blanco que daban acceso a los tres pisos que constituían el edificio. Un lugar tan peculiar y anacrónico, que si no pensara que mi memoria lo conserva tal y como era, podría creer que mis recuerdos me juegan una mala pasada.

Me veo a mí misma sentada a caballito en uno de los dos poyetes que sostenían el arco central, mi hermana, en el otro, mientras las risas y las historias que inventábamos sobre la marcha lo llenaban todo.

El patio, alicatado con un zócalo de mediana altura, exhibía sus azulejos blancos adornados con cenefas en tonos azules hasta llegar al punto en el que la pared encalada se volvía de un blanco inmaculado, lo que ayudaba a dar luminosidad al lugar. En el centro, revestido también por el mismo tipo de azulejos, un pequeño estanque, octogonal, inmenso para mis reducidas proporciones de entonces, pero que en realidad no contaría con más de medio metro de altura por uno de ancho, normalmente estaba vacío, excepto cuando la lluvia se encargaba de rellenarlo.

En la parte contraria a la de las escaleras los poyetes, también alicatados y el arco central daban paso a una zona sombría, y a un lado dos enormes tinajas rojas, ya en desuso, pero que en su momento debieron tener alguna función aparte de la ornamental. Esas tinajas eran para nosotras motivo de temor, cuando inventábamos historias que no nos creíamos, sobre qué habría dentro de ellas o si alguien que entrase en plena noche y podría usarlas como escondite, y a pesar de no creerlas, siempre nos hacían apretar el paso cuando cruzábamos por delante de ellas.

La puerta enorme, de madera oscura, cuyo llamador era una mano de hierro sujetando una bola y una cerradura cuya llave necesitaba un buen lugar en el bolso para ella sola.

Un día las máquinas demoledoras dieron al traste con todo aquello en aras de la funcionalidad, y nosotras nos vimos obligadas a mudarnos a un barrio y a una casa más moderna, pero carente del sabor que la vetustez había imprimido en cada uno de aquellos antiguos muros.

Durante mucho tiempo soñé con esa casa, la eché de menos, como se echa de menos una presencia querida y la añoré tanto que aún hoy, cuando paseo por el centro de la ciudad y paso por delante del edificio que fue levantado en su lugar, una burda imitación sin estilo propio, siento que sigo perteneciendo a ese espacio, aunque allí ya no haya nada que recuerde lo que fue.

27 enero 2025

EN AUTOBÚS

 


    Viajar en autobús no es precisamente uno de mis pasatiempos favoritos , pero desde que la ley de movilidad remodeló la ciudad y nos privó de zonas de aparcamiento a cielo abierto, si tenemos en cuenta que padezco una ligera claustrofobia (que se exacerba si he de descender por plantas subterráneas en busca de parking), me he convertido, a mi pesar, asidua usuaria del transporte público.

    El autobús es ese cubículo que contiene más cantidad de pulmones ávidos de aire que metros cúbicos de oxígeno, y que, aparte de ser un excelente caldo de cultivo para virus y bacterias, también puede serlo para que esta buscadora de historias con ínfulas de escritora mire, escuche e imagine.

    A veces me llaman la atención conversaciones telefónicas de gente que, olvidando dónde se encuentra, habla tan abiertamente como si se hallara al abrigo de las cuatro paredes de su casa, o esa viajera ávida de charla que no tiene reparos en contarle su vida a cualquier desconocido, o simplemente mi vista tropieza con alguien especial y es donde mi imaginación se desata y comienzan las elucubraciones.

    Hace unas semanas me sucedió.

    Levanté la cabeza de mi móvil con el que venía jugando para paliar el tedio del viaje y reparé en un joven que se mantenía en pie, y guardaba el equilibrio recostándose ligeramente sobre los cristales de las ventanillas , absorto en su móvil, como la mayoría de usuarios. Llevaba gafas de sol y una gorra de de beisbol. Extraída a través de la apertura trasera aparecía recogido en una cola de caballo, un cabello largo, negro y ensortijado.

    Me fijé en sus rasgos, caucásicos, en exótico contraste con el color de su piel, de un ébano puro. No podía verle los ojos, ocultos tras las gafas y velados por la visera de la gorra, pero la nariz y el exquisito perfilado de sus labios se me antojaron rayanos en la perfección.

    Naturalmente mi innata discreción me impedía escrutarlo a placer, así que me hube de conformar con lanzarle furtivas ojeadas.

    Vestía un jersey de aspecto impecable, la lana de calidad, tipo cachemir, se ajustaba a sus hechuras con precisión cirujana. El cuello, a la caja, dejaba ver el bellísimo contraste entre el azul eléctrico del suéter y el negro absoluto de su piel. Unos vaqueros completaban el atuendo. Su aspecto era la viva estampa del lujo silencioso: sencillez y calidad.

    Demasiado joven para gozar de un alto estatus social por méritos propios, deduje que, debía pertenecer a una familia acaudalada o bien se dedicaba al modelaje; atributos no le faltaban para ejercer esta profesión: juventud, estatura, complexión atlética, porte elegante y un plus de exotismo.

    Pero probablemente fuera aún estudiante. Quizás sus padres le financiaban un viaje por Europa para completar su educación. Puede que algún intercambio con otro universitario, o un máster, o un Erasmus… ¿A dónde se dirigiría? Al campus? No, no lleva libros, ni mochila. Habrá quedado con alguien? Irá a visitar algún punto de interés?

    Sea lo que fuere, el muchacho irradiaba un cierto magnetismo que me atrapó desde el mismo instante en que lo descubrí. Deseé fervientemente que levantara la cabeza, para poder atisbar el resto de su fisonomía, pero siguió totalmente concentrado en su pantalla y mi deseo no se cumplió.

    El autobús se detuvo en mi parada y con su detención se disolvieron mis divagaciones. El momento espacio-tiempo que nos había reunido llegó a su fin, nuestros caminos se bifurcaron de nuevo; y acto seguido desapareció de mi campo de visión llevándose consigo su misterio.




01 enero 2025

EL RELOJ DE PARED

 


A él le gustaban los relojes de péndulo, de aquellos de pesas y carillón, vetustos y regios.

Yo temía que , en cualquier momento, pudiera encontrar en mitad de mi salón uno de roble o de caoba, con su caja larga y su aspecto lóbrego.

Así que para que no sucediera tal cosa, me adelanté y adquirí un modelo a caballo entre lo clásico y lo actual, que tenía sonido, sí, pero se colgaba directamente en la pared prescindiendo de la caja. Tenía péndulo, también, pero de movimiento mecánico, En resumen: moderno, funcional y absolutamente alejado de la aparatosidad de los clásicos.

Así, como un regalo sorpresa, llegó a casa este reloj , el mismo que ahora me mira con aire resentido, mientras mueve su péndulo dorado en un incesante e hipnótico balanceo.

Después, cuando el insomnio hizo mella en mí, aquella cantinela sonando en la madrugada, me exasperaba.

Un buen día, mientras lo manipulaba para el cambio de hora, mis dedos notaron un pequeño cable que parecía estar fuera de su lugar, supongo que a causa de los repetidos traslados que había sufrido la pobre máquina. Sin premeditación pero con alevosía, -lo confieso-, tiré suavemente de él y pude comprobar que, al instante se hizo el silencio. Disimulé una sonrisa triunfal.

Cuando al día siguiente mi marido comentó extrañado la mudez del reloj , yo, con un mohín de inocencia dije:

- Se habrá estropeado, tiene tanto tiempo ya…

Y así acabé con su sonería, pero no con mi insomnio.

Años después vinimos a vivir a este piso que ahora habito en soledad y nada más entrar en él un estruendo inesperado nos sobresaltó: era la campana electrónica de una Iglesia que hay al final de la calle. No solo toca religiosamente horas y medias, sino que también llama a misa, dobla por los difuntos e incluso desgrana cada día las notas de “El trece de mayo” a la hora del ángelus, previamente a las doce campanadas.

Y esta vez no creo que exista un cable que arrancar de manera subrepticia.

¿Casualidad o castigo?

05 diciembre 2024

¿ESTO ES VIDA?

  


  Clara entró en el salón atropelladamente, y al tiempo que tiraba las llaves sobre un sofá, se sacó los zapatos de tacón que le habían lacerado los pies durante toda la jornada. Se sentía exhausta y solo quería cerrar los ojos y abandonarse un rato al placer de la soledad y el silencio.

    Se dejó caer sobre un sillón, dándole vueltas aún a la última reunión de trabajo, que le había resultado abrumadora y bastante ineficaz. Estaba tan agotada que necesitó un rato para darse cuenta de que algo se le estaba clavando en la espalda, se movió para palpar el objeto que se hallaba medio oculto entre los cojines y profirió una maldición en voz baja mientras agitaba el sonajero de su hija con nerviosismo.

    ¿Cómo había sido capaz de olvidar que tenía que haber pasado por la guardería a recogerla? Miró el reloj mientras se calzaba de nuevo los zapatos y comprobó que no tenía ni diez minutos para llegar antes de que la cerrasen; otra vez la directora le recriminaría el retraso que la obligaba a demorarse en su puesto de trabajo.

    Clara no estaba para monsergas, pero reconocía que estaba olvidando cuáles eran sus prioridades en la vida. Buscó las llaves que había tirado al entrar y no las encontró: levantó los cojines y los fue lanzando por los aires, pero las llaves no aparecían; desesperada, se puso de rodillas y pegando la cara al suelo las vislumbró allá al fondo, junto a la pared.

    No fue fácil, pero consiguió hacerse con ellas; mientras el reloj tocó las siete para recordarle que la directora estaría furiosa y su hija, llorando.

    Salió precipitadamente del salón preguntándose si aquello era vida…  

25 marzo 2022

ERROR FATAL

 


Había perdido el norte, sin duda alguna lo había perdido y me hallaba a la deriva.

El cielo, algodonoso de nubes henchidas de agua, amenazaba con abrirse sobre mi cabeza, y ponía telón de fondo a mis negros pensamientos.

Seguí caminando ajena a la realidad circundante, imbuida de un gran desasosiego, convencida de que mi vida carecía de sentido, que nada tenía ya arreglo, que el desastre se cernía sobre mi desazonado espíritu.

Un acompasado repiqueteo empezó a sonar a mi alrededor; por inercia me refugié en un portal cercano y esperé, contra toda esperanza, que la angustia que me encogía el alma desapareciera como por ensalmo, que todo estuviese bien, que la pesadilla en la que me hallaba inmersa solo hubiera sido eso: un mal sueño.


Con la mirada perdida seguí el trayecto del agua de la lluvia: una estrecha canal la abocaba a la calle, pero algunas gotas rebeldes saltaban algo más allá, para dejarse deslizar suavemente por el poste del alumbrado público...

Miré de manera desapasionada mis magníficos zapatos Weitzman, salpicados de forma inclemente por el pertinaz aguacero y ni siquiera sentí pena por ellos, aunque me habían costado una pequeña fortuna. Me estaba dando cuenta, por primera vez, de que en la vida había cosas más importantes que un par de zapatos...

Intenté tranquilizarme y poner en orden mis ideas.

Mi psiquiatra siempre me decía que debía tomar distancia de las cosas, que de ese modo todo se relativiza, se ve más pequeño y pierde fuerza. Me gustaba mi psiquiatra, era competente, refinado, tenía unos modales exquisitos que me fascinaban. Sí, desde el primer momento había habido química entre nosotros y eso ayudaba a que me sintiera confiada en su presencia, a que tuviese fuerzas para afrontar aquellas cosas que me sobrepasaban. Era una ayuda de inestimable valor en el devenir de mi existencia, mi soporte, mi particular gurú, al menos así lo percibía yo.


La lluvia me dio un respiro y decidí lanzarme a la carrera calle abajo. La consulta de Eduardo estaba tan cerca que ni siquiera había pensado en coger el automóvil, en dos minutos pisaría el suntuoso portal de la vetusta casa donde recibía las visitas. Y ese pensamiento me tranquilizó. Soñaba con estirarme sobre el confortable diván y vaciarme de mis cuitas. Aunque no hubiese solución para lo sucedido, él me ayudaría a superarlo, estaba segura.


Entré atropelladamente en su despacho, dejando asombrada a la enfermera que prácticamente no tuvo tiempo de reaccionar. Lo saludé con tal nerviosismo que Eduardo por un instante se sintió confuso; me pidió que me tranquilizase y me acompañó al diván, se caló las gafas, y se dispuso a escucharme atentamente.


No sabía ni cómo empezar, así que preferí ir directa al asunto:

—¡Doctor, ayúdeme, se lo ruego! No sé cómo ha podido ocurrir... pero esta mañana... me puse en la cara la crema nutritiva de noche en lugar de la hidratante de día... ha sido un error fatal que me tiene al borde del infarto...



ELUCUBRACIONES DE UNA INSOMNE

 


A veces, durante esas noches en las que Morfeo se olvida de mí, y permanezco alerta mientras las horas, inexorables e indolentes se desgranan en su afanoso transcurrir, me asgo con fuerzas al tablón de mis ensoñaciones como única posibilidad de mantenerme a flote en el proceloso mar de la locura, sin dejarme sucumbir hastiada por la desesperación que produce el insomnio pertinaz.

Es en ese momento cuando, de manera involuntaria, cruzo la línea entre lo real y lo imaginado, mis pensamientos se diluyen en imágenes oníricas que me hacen sospechar que duermo sin saberlo o que mi mente huye de la contaminación de lo auténtico para dejarse mecer por el vaivén de una dúctil marea de fantasías.

A veces, durante esas noches en las que Morfeo se olvida de mí, llego a una experiencia casi mística, observando de modo extático y reverente esos extraños vislumbres que se configuran cuando mi entramado neuronal hace conexiones desatinadas e imprudentes, azogadas e inquietas que me llevan al más puro estado contemplativo: los colores y las imágenes se suceden cambiantes y tornadizas, recordándome las formas volubles y efímeras que toman las nubes en su pacífico discurrir por la bóveda celeste.

Si las escudriño atentamente puedo ver de manera clara sucesos y ambientes que no sé a dónde pertenecen, ya veo bucólicas escenas familiares, cuyos componentes exhiben rostros desconocidos para mí, que inmediatamente dan paso a otras, absolutamente opuestas…

Si están alojadas en mi cabeza quizás sean producto de mis vidas anteriores. Hay teorías que preconizan que es la memoria del alma la que guarda esos recuerdos, porque desenterrarlos nos proporcionaría un gran daño emocional...

En esos momentos abjuro de mis creencias más estables y considerando las cuantiosas y variopintas posibilidades del ser, me dejo envolver por esa mezcla de excitación y calma, mientras buceo mentalmente en ese inexplicable maremágnum de efímeros bocetos en su continuo surgir y evaporarse.

No intento comprender, sólo miro.

Pero al final se impone mi buen juicio, dejo de mirar hacia mis adentros y abandono el lecho. Me envuelvo en mi cálido albornoz y me siento en el borde de la bañera, mientras escucho el suave murmullo del agua tibia al caer, luego, sumergida en ese oasis de relajación, invocaré de nuevo a Morfeo, para que se digne bajar hasta mi tálamo...



13 marzo 2022

LA BIBLIOTECARIA



 —Adela, ¿qué haces con la luz encendida?

—Nada, mamá.

—¡Pues ya la estás apagando!

—Sí, mamá.

Adela habría querido tener una linterna para poder arrebujarse bajo las sábanas y continuar leyendo, estaba en lo más interesante de la historia, le quedaban apenas unas páginas y no sabía si Matilda por fin podría desembarazarse de sus padres e irse a vivir con la señorita Honey. Seguro que la señorita Honey la hubiese dejado leer todo lo que ella quisiera, pero su madre no, su madre repetía continuamente:

—¡Te vas a estropear la vista de tanto leer! ¡Señor, qué niña, vaya manera de perder el tiempo!

—Ya he hecho los deberes y me sé las lecciones ¿qué quieres que haga?

—¡Pues ponerte a bordar, por ejemplo! Ya sabes que tienes ahí la tela para el juego de cama que te regaló tu madrina. Tendrías que dibujarla y comenzar la tarea.

—Pero es que estoy harta de bodoques, realces y festones. ¡Menudo regalo, en vez de algo interesante, me trae metros de sábanas que no me hacen falta!

—No digas tonterías, cuando te cases bien que te gustará tener el ajuar completo y eso no se hace solo. O qué quieres ¿Que te regale libros?

—No pienso casarme, mamá. Y si me casara las sábanas estarían ya amarillas y carcomidas. Por si no te acuerdas, tengo once años…

—Y al ritmo que llevas tendrás treinta y las sábanas estarán sin bordar. Fin de la conversación. Ya sabes dónde están los hilos.

Adela ansiaba leer, le seducían todas esas historias ajenas en las que se adentraba para vivir vidas que no eran la suya… Hacía ya muchos años que las sábanas bordadas estaban a buen recaudo en el altillo de su armario, impregnadas de olor a naftalina. Tras acabar la carrera había conseguido un puesto de bibliotecaria en el pequeño pueblo donde residía, lo que era una suerte porque podía seguir viviendo en casa y cuidando de su anciana madre.

—Adela, ¿qué haces con la luz encendida?

—Nada, mamá.

—Pues apágala. Veo el resplandor y me molesta, no me dejas dormir.

Y Adela encendía un pequeño flexo en su mesilla, tapaba la rendija de debajo de la puerta con una toalla vieja y podía seguir leyendo hasta altas horas de la madrugada.

A Adela no le importaba demorarse en la biblioteca. Cuando su compañera se iba, ella se quedaba alegando siempre trabajo pendiente, unos libros que catalogar, recolocar los que habían devuelto a última hora… Y cuando estaba sola, ese reino de papel, letras y tinta, era su reino. El silencio sepulcral del recinto parecía llenarse de conversaciones quedas, como si los libros se contasen unos a otros el maravilloso tesoro que contenían.

Y aunque volvía cada tarde cansada y le agotaba cuidar a su despótica madre, el insomnio se había ido instalando en su vida y ella, lejos de preocuparse, estaba encantada porque la noche le pertenecía: cuando su madre callaba vencida al fin por el sueño, y llegaban las horas del letargo, ella se entregaba febrilmente a la lectura, y dejaba que su corazón latiese atropelladamente.


Aquella tarde se había quedado sola en la biblioteca. Escuchaba los susurros de los libros, y se disponía a reorganizar una pequeña sección de literatura juvenil. Se encontraba especialmente cansada, se repantigó en el sillón y cerró los ojos.

—Señorita Adela, ¿quiere que le ayude a colocar todos esos libros? Para mí no es ningún esfuerzo; ya sabe… lo haría con mis poderes.

—¿Quién eres tú? ¿De dónde sales? ¿De qué poderes…? ¡Matida! ¡Mi querida y admirada Matilda!

—Señorita Adela. He venido a ayudarla. Déjeme ayudarla. Todos queremos hacerlo, porque está usted muy cansada. Deme la mano, venga conmigo, se sentirá mucho mejor.

Adela miró a Matilda. Efectivamente la niña no estaba sola, aunque le costaba trabajo identificar a los demás. Estaba con ella una joven vestida de blanco, ¿sería la enfermera de Brunete? Y ese caballero tan delgado que la acompañaba, sería… No pudo seguir identificándolos porque notó un agudo pinchazo y la sala volvió a quedar sumida en la penumbra.

—Pobre mujer, si ya llevaba tiempo al borde de un colapso nervioso —dijo la enfermera del SAMU que le había inyectado el tranquilizante.

—Menudo susto que se llevó la otra chica, cuando la encontró ahí, entre esas pilas de libros, fue una suerte que hubiese olvidado las llaves del coche, y nos avisara rápidamente.

Mientras Adela, despierta en el mundo de sus fantasías literarias, conseguía por fin identificar al caballero de la triste figura, mientras le tomaba el pulso.

—Ya le he reconocido, Don Alonso —le dijo en un susurro—, y mire que la gente decía que se había vuelto loco de tanto leer, como si eso fuera posible…

01 febrero 2022

MISIÓN "PLANETA VERDE"

─Comandante Peláez, tenemos un problema.

El segundo de a bordo, que era a su vez responsable del laboratorio, llegó francamente atribulado.

─¿Qué sucede? ¿Algún contratiempo en la nave? ─dijo el comandante, sorprendido por la entrada de su suboficial que parecía incapaz de respirar con normalidad.

­─Si, señor. Se trata de las plantas: todas las especies que traemos con vistas a la repoblación del planeta han comenzado a degradarse, algunas se ven mustias, otras se han secado de repente.

─¿Qué está sucediendo? ─respondió el comandante, atónito─ Esas plantas son el futuro del planeta al que nos dirigimos, la esperanza de convertir su aire en respirable. Sin ellas nuestra misión será un fracaso. ¿Es usted consciente de la magnitud del desastre? Le hago responsable directo, haga algo. Usted es el científico. No olvide que el futuro de la Humanidad está en nuestras manos.

─Lo sé, señor. Me temo que la proximidad del meteorito que se cruzó en nuestra órbita la semana pasada ha sido la causante, debió alterar los parámetros de su programación. Si no hay un milagro, en menos de seis meses habrán muerto todas y entonces no habrá nada que hacer ─argumentó el encargado del laboratorio.

─¡Qué desastre!¡Qué desastre! No tenemos más opción que poner en conocimiento de nuestros superiores lo que ha ocurrido y que ellos decidan si se aborta la misión y regresamos al planeta del que partimos. Es un asunto peliagudo.

─Nos pondremos en contacto con la NASA a la mayor brevedad. Hemos fracasado.

­─Aquí la CASA llamando a nave espacial ─una voz femenina, proveniente de la cocina, resonó sobre sus cabezas─. Quiero que toda la tripulación se persone a la mayor brevedad en el comedor. Repito: En menos de cinco minutos quiero el salón recogido, las manos lavadas y las cajas que lleváis en la cabeza guardadas en el trastero. ¡Y sin rechistar!

Ya está bien de tanto Starwar, Startreck, Stargate… empiezo a “StarHarta”.

Próxima misión: Atacar el plato de acelgas, hacerlas desaparecer y no dejar ni rastro de ellas. ¿Entendido?

-Sí, mamá –dijeron los dos al unísono- acatamos las órdenes del mando supremo, como siempre.

Y entre bocado y bocado los dos hermanos empezaron a pergeñar las líneas básicas de su siguiente hazaña espacial.



25 marzo 2014

EL SABOR DE LAS CEREZAS


Era una tarde lenta, pesada y aburrida, como tantas otras. Después de intentar en vano relajarse en el sofá del salón, seguía sintiéndose soliviantada por los hechos acaecidos la tarde anterior. Aquel conciliábulo familiar le había dejado un amargo sabor de boca y una cierta inquietud que no la abandonaba. Una noche de insomnio no es lo que más favorece en estos casos, y la suya lo había sido al cien por cien.
Necesitaba una distracción, algo para romper la rutina en la que se había instalado, y que, de alguna manera, le confería sensación de seguridad, de sentirse a salvo.
Pensó en leer algo, pero en aquellos momentos dudaba de su capacidad de concentración; de todos modos tomó un libro de la estantería: “El sabor de las pepitas de manzana”. Lo había comprado hacía semanas y aún no había encontrado el momento de comenzarlo: “una casa heredada, un árbol y muchos recuerdos…” leyó en la contraportada, quizás aquello era justo lo último que necesitaba en aquel instante, pero le llamó la atención el pensar que esa frase acababa de adquirir para ella un significado distinto.
Pasó por la cocina, buscando algo que picar para acompañar la lectura. El frigorífico presentaba un precario estado de abandono que le hizo pensar en su propia dejadez: Varias piezas de fruta, algunos yogures de soja y un cuenco con cerezas era todo lo que había en su interior.
Tomó el cuenco, el libro, una manta grande de suave algodón y un par de cojines y salió al jardín buscando un rincón fresco donde aposentarse; atraída por el inconfundible aroma de las hojas de la higuera, formó bajo ella una improvisada yacija y se tumbó.
Comenzó la lectura: “Tía Anna murió con dieciséis años de una neumonía que no fue posible curar porque la enfermedad le había roto el corazón…”
Entrecerrando los ojos miró a lo lejos. El cielo azul brillante del estío se fundía con las montañas que circundaban aquel lugar de calma y quietud. Bajo el pequeño reducto de frescor que le brindaba la higuera, con la espalda apoyada en el grueso tronco, puso atención a los latidos de su corazón que parecían chocar unos con otros en un alocado discurrir, quizás su corazón también estaba roto, como el de aquella Anna que había muerto cuando aún era casi una niña, y se preguntó, mientras masticaba indolente las cerezas, por qué los aromas y los sabores tienen tal poder de evocación: el sabor de las pepitas de manzana, el sabor de las cerezas. Se vio a sí misma con las cerezas colgadas de las orejas:
-Mira mis pendientes, mami. ¿A que son los más bonitos que has visto nunca?
-¿Pero qué has hecho, cielo?¡Llevas las mangas de la blusa manchadas de rojo!
- No es nada, mami, me caí jugando sobre el cuenco de cerezas y despachurré unas cuantas… ¿A que estoy muy guapa con mis pendientes nuevos¿ ¿A que sí, mamita?
¡Cuántos años y cuántas cerezas habían pasado desde entonces! El recuerdo le arrancó una media sonrisa.
Necesitaba tranquilizarse y rumiar todo lo acaecido durante los últimos días, demasiados cambios sobrevenidos de golpe estaban a punto de desequilibrarla y no podía permitir que tal cosa sucediese. Se fue resbalando blandamente desde el tronco hasta quedar reclinada sobre los cojines, abandonó el libro sobre su pecho y acabó de cerrar los ojos recitando mentalmente un mantra de sanación:
Om Arkaya Namaha, Om Arkaya Namaha, Om Arkaya Namaha… y mientras la paz se instalaba de nuevo en sus venas, por fín, se quedó dormida.

LA PROCESIÓN





La procesión avanzaba solemnemente por el centro de la ciudad, iluminada tan sólo por los cirios que portaban los penitentes y los candelabros que adornaban los tronos. Todas las miradas se centraban en el nuevo manto de la Virgen Dolorosa, obra de las más insignes bordadoras de la región, en cuyo centro sobresalía, matizado y a realce, un hermoso y esplendente tucán cuyo plumaje, en negro, anaranjado y escarlata destacaba enormemente del entramado de hilos de oro que formaban su base.
La comitiva la cerraba el Cristo del Perdón, de la Cofradía del mismo nombre y, tras él, cuatro nazarenos redoblaban sus tambores entelados, cuyos sonidos monocordes y letárgicos rasgaban el aire de la noche primaveral, impregnándolo de tristeza.
Una multitud abigarrada asistía al desfile que, al girar por la emblemática calle de la Frenería, en el mismo corazón del casco antiguo, necesitaba aplastarse contra las paredes de los edificios, dado lo angosto del pasaje. Al desembocar en la placeta, no sin dificultad, los costaleros, casi al unísono, emitieron un suspiro de alivio…
En un balcón, una mujer menuda y enjuta, envuelta en negra mantilla rompió a cantar una sentida saeta. La algarabía cesó, el paso se detuvo y en un instante la mayoría de rostros expresaban la emoción del momento, serios, concentrados en la escucha… El silencio resultaba sobrecogedor.
De pronto, un relámpago abrió el cielo. Todo el mundo volvió sus ojos hacia lo alto, sorprendidos, como si una llamada de atención les acabase de iluminar. De algún lugar partieron los comentarios sobre aquel juego de luces puesto en marcha, sin duda, desde alguna azotea, para dar vistosidad al cortejo… los murmullos, maravillados ante la magnificencia de tal evento, no cesaban de preguntarse de dónde exactamente habían partido los resplandores que estaban convirtiendo en claro amanecer aquella noche de pasión.
El malentendido se deshizo por sí sólo cuando, instantes después, un sinfín de rayos, como enormes culebras de luz, empezaron a romper el firmamento, cruzándolo de lado a lado. No llovía. Sólo el espectáculo escalofriante de una tormenta seca en todo su esplendor acompañado ahora por el retumbar encolerizado de los truenos.
La saeta murío en la garganta de la mujer, que quedó paralizada por el terror: el trono, ante su balcón, envuelto en llamas, hendido probablemente por uno de los rayos, que nadie sabía si era caído del cielo o había partido de la propia imagen doliente.
La muchedumbre, expectante, mantenía ahora un silencio sepulcral, mientras algunos se dejaban caer de rodillas, anonadados y confundidos, intentando buscar en su memoria aquellas plegarias olvidadas desde su niñez.
El fuego formaba una enorme pira, pero en medio, la imagen del Cristo, incombustible, permanecía incólume.
Los rezos empezaron a surgir susurrantes y apenas balbucientes, para transformarse, de modo paulatino, en voces que oraban a pleno pulmón, arrebatadas y poseídas por un entusiasmo tal que parecían rayar el éxtasis.
Pasados unos minutos, el fuego desapareció, dejando a la vista un trono tan espléndido como lo era antes del suceso: Las flores, reverdecidas, el brillo de los candelabros que lo flanqueaban, deslumbrante.
El mayordomo de la cofradía, como si acabase de salir de un trance hipnótico, golpeó con fuerza el frontal del paso, y los costaleros, todos a una, se pusieron en marcha con aquel andar acompasado que confería a la imagen su cadencioso caminar…
Cuando la comitiva desapareció en la lejanía, y el repiqueteo de los tambores era sólo un eco, nadie osaba preguntarse si lo visto había sucedido en realidad o habían sido víctimas de un fenómeno de alucinación colectiva. La plaza se tornó desierta, pero el desasosiego de la duda quedó anidando para siempre bajo aquellos balcones, que se ahora se mostraban ligeramente calcinados.





24 marzo 2014

TARDE DE PERROS





La tarde transcurría apacible, el sol estaba a punto de ponerse y yo observaba distraída las incipientes plantas. Mi perro, Rex, correteaba alrededor con aire juguetón y mi marido tomaba el fresco tumbado en la hamaca.

De súbito apareció un rostro apergaminado entre los cipreses del jardín aledaño. Una voz áspera y ronca sonó discordante, intentando hacerse comprender en un inglés salpicado de palabras inconexas, entre las que se podía entender:

-¿Miércoules, you aquí?

A mí, debo confesarlo, siempre me asusta esa voz furibunda de bebedora impenitente de cazalla, por lo que, al tiempo que disimulaba un respingo causado por la impresión, echaba una mirada suplicante a mi marido para que viniese en mi ayuda, mientras farfullaba en mi macarrónico inglés:

-Can I help you? I don’t understand you…

Al instante, mi vecina inglesa se vio rodeada por sus cinco perros ladrando al unísono: Dos imponentes bóxer con cara de malas pulgas –por qué será que dicen que los perros se parecen a sus amos- y tres de tamaño pequeño. El mío, se unió al coro y al instante nadie podía entenderse en medio de tal escandalera; (en silencio tampoco nos entendemos por los problemas de idioma, pero entre la barahúnda infernal de ladridos, menos).

El caso es que mi marido, por señas, le indicó a la vecina que mejor salíamos a la puerta para intentar esclarecer el asunto sin verja por medio.

-Yo dogs closed casa –dijo ella y desapareció llevándose consigo a toda su manada.

Nosotros salimos fuera seguidos por nuestro perrito juguetón, dejando entornada la puerta.

Momentos después la señora se dirigía a la suya y a la vez que gesticulaba y manoteaba en el aire intentaba explicarnos lo que pretendía de nosotros, -mientras nos fulminaba con miradas asesinas que reflejaban su estupor al ver que no hablamos inglés fluido como se supone que es nuestra obligación, y mostrando claros signos de desesperación por ello- pero visto que la comprensión aún no era al cien por cien nos instó a seguirla jardín adentro para explicarnos in situ lo que nos pedía hacer durante el día que iba a estar ausente –miercoules- que, en resumidas, y después de muchas aproximaciones –error/acierto- a lo que iba diciendo (yo me sentía como Chicco traduciendo a Harpo) no era otra cosa que proveer a sus perros de agua durante todo el día.

Involucrados al cien por cien en la ardua conversación y ajenos a todo lo que no fuese el esfuerzo por entenderla, casi nos pasó desapercibido que Rex, husmeaba por el jardín ajeno, adentrándose confiado hasta la parte posterior de la casa.

De pronto lo vimos cruzar como un rayo en dirección a la salida y, antes de que comprendiésemos lo que estaba sucediendo, vimos con estupor a los dos imponentes bóxer, frenéticos y furiosos persiguiéndolo como almas poseídas por el diablo, indignados ante la intromisión y –lo que era más sorprendente- absolutamente libres.

Inmediatamente mi marido salió corriendo detrás, yo llegué hasta mi cancela, donde quedé indecisa, sin saber qué hacer, estupefacta, imaginando ya al pobre Rex despedazado y a mi esposo ensangrentado por el ataque de los coléricos perros al haberse metido por medio en el ataque… Estaba dando pasitos adelante y atrás mientras pensaba a mil por hora qué hacer, angustiada, cuando veo una sombra moverse tras la cancela y un par de ojillos temerosos que me miran con zozobra.

-¡Rex! –exclamo llena de alegría- ¡Estás aquí, pillín, los engañaste!

Entro, nos abrazamos, -mi perro abraza que es un contento- le palpo el cuerpo en busca de magulladuras o heridas y de pronto se vuelve a hacer la luz en mi cerebro:

-¡Mi marido! Estará enloquecido buscándolo, tengo que avisarlo de inmediato.

Salgo al camino sin querer perder tiempo en cambiar ni siquiera mi calzado, que dada la premura de las circunstancias, aún conservo puestas unas insignificantes chanclas de dedo, en absoluto aptas para andar triscando por los abruptos campos; he avanzado apenas unos pasos cuando veo aparecer directos hacia mí, tan furibundos como antes, a los dos bóxers que regresan sin su presa. Me doy la vuelta tan deprisa como las chanclas me lo permiten y justo a tiempo de cerrar la puerta de la verja, ya tengo a los dos encaramados sobre ella, ladrando con la rabia de no poder entrar.

Puedo oír los dientes de Rex que castañetean casi al ritmo de los míos, mientras siento su presencia suave y temblorosa pegada a mis piernas.

Visto que su misión ha fracasado, los iracundos animales siguen la loca carrera hacia su casa..

De nuevo me lanzo a la búsqueda de mi marido, al que sé ajeno al transcurso de los acontecimientos y al que imagino buscando como alma en pena a su queridísima mascota…

Avanzo por el camino fatigosamente y por fin una silueta a lo lejos me hace dar saltos de alegría: Extiendo los brazos hacia arriba y los cruzo frenéticamente para que advierta mi presencia, ya que lo veo parado e indeciso, mientras chillo a pleno pulmón:

-¡¡¡Ven, ven, está aquí, está bien, vente, vente!!!

Vista su inmovilidad avanzo a cortas carrerillas para no caer de bruces por culpa de las chanclas y al acercarme un poco más, sin dejar de hacer aspavientos, me quedo patidifusa: aquel hombre de altura y hechura semejante no es mi marido, observo horrorizada como sus dos perritos vienen juguetones y ladradores a subírseme a las piernas, mientras yo balbuceo cosas inconexas al reconocer que es otro vecino del lugar. Intento justificarme en mi spanglis, y le explico atropelladamente:

-My dog is in my house, but my husband is lost… looking for my husband…

Ni idea de lo que debió entender, -espero que no creyese que buscaba un marido y por eso le hacía señales desesperadas- porque me contestó con mil preguntas de las que no entendí ninguna… Mientra él llamaba a sus perros, yo, con absoluta descortesía lo dejé hablándome sin parar, mientras corría a trompicones por la vereda, y a medida que me alejaba volvía la cabeza gritándole “I don’t know, I don’t know…”

Tras un rato que me pareció interminable vi, esta vez sí, la silueta de mi marido que volvía bastante cariacontecido y preocupado, pero, al parecer, ileso. Al cerciorarme de que no me equivocaba, volví a las andadas, ansiosa como estaba de que se tranquilizara y desde lejos me acerqué dando voces.

-¡¡Está en la casa, está bien, se había metido en la casa…!!

Nerviosos y relatándonos la odisea con dos monólogos superpuestos, nos íbamos contando lo sucedido: la carrera, el vecino, el perrito oculto en casa…

Poco a poco nos fuimos relajando de camino al hogar, cuando nos encontramos al señor inglés que había sacado su coche y andaba a la búsqueda y captura del marido perdido -supusimos-, pues cuando nos vio a los dos felices y contentos, paró a preguntar si todo estaba all right, y girando el vehículo marchó hacia su casa.

Al entrar de nuevo en nuestro jardín reparamos en el fortísimo hedor, un olor espantoso que nos hizo conscientes de que el miedo huele. El miedo y un “regalito” con el que nuestro cachorro nos había obsequiado y que lucía esplendido sobre la gravilla.

En fin, fue una tarde de perros, pero con un casi happy end.

07 marzo 2014

ATRAPADA EN LA RED


Entreabrí los ojos pesadamente. Mis párpados eran dos plomizas persianas que se resistían a mi voluntad. Me incorporé con gran esfuerzo y miré a mi alrededor, me costaba reconocer el lugar donde me hallaba. Ya no estaba acostumbrada a madrugar tanto y me daba la sensación de que la luz entraba aun tan filtrada que lo veía todo en blanco y negro. Oí el repiqueteo de la lluvia. Lo que me faltaba para acabar de animarme —pensé— y me puse en pie.

Me arreglé lo más rápidamente que pude, repasé el contenido de mi maletín y allí seguían mis herramientas de trabajo: rotuladores de color, lápices, gomas, guías didácticas… Lo cerré satisfecha de la inspección y salí.

No me gustaba llegar con la hora justa y menos el primer día. Tenía por delante media hora, pero si encontraba atasco me fallarían los cálculos e incluso podría llegar tarde.
Estaba nerviosa e intentaba abrir los ojos con esfuerzo, pero los párpados eran como espesas celosías que se negaban a desaparecer y que me ofrecían un aspecto distorsionado de las cosas.
Di un acelerón y frené bruscamente. No podía modular los movimientos. Permanecía aturdida y una sensación de irrealidad me envolvía y me encrespaba.

Por fin llegué ante la verja de colegio. La lluvia arreciaba y las imponentes siluetas de los árboles se confundían con las de las farolas que flanqueaban las zonas deportivas.
El agua que caía furiosa chocaba contra las gradas de cemento, rebotando con fuerza. No se veía a nadie.

Llevaba un viejo paraguas en la guantera para los casos imprevistos; al abrirlo, las varillas se separaron violentamente y la tela cayó en jirones como un cuervo al que, de súbito, el viento arrancase las alas. Lo deseché y corrí patio a través intentando guarecerme bajo mi propia cartera.

Entré al edificio. La puerta no tenía la llave echada, pero no se escuchaba ruido alguno. Me asaltó la duda: Quizás me había confundido, era sábado o festivo, o me había equivocado de fecha. Todo podía ser, menos aquel silencio sepulcral en una escuela. Impensable.
La sala de profesores estaba vacía. Pensé darme la vuelta y volver a casa, volver al abrigo acogedor de mi cama, rebobinar el tiempo, pero en vez de eso me precipité escaleras arriba, hacia mi aula. Me maliciaba que algo muy extraño estaba pasando y quería descubrir qué era.

Me detuve sofocada y jadeante delante de la puerta cerrada. La bruma gris envolvía el pasillo, casi me costaba descubrir el pomo. Lo así con mano trémula, lo giré lentamente. Tenía la garganta tan seca que me parecía de lija.  Tragué saliva con esfuerzo y abrí.

La sorpresa me paralizó. Los alumnos estaban sentados en sus sillas, silenciosos e inmóviles, treinta pares de ojos que me escrutaban, sus rostros carecían de expresión.
Intenté dar un paso atrás, pero el miedo me mantenía clavada al suelo.
Con torpes, lentos y mecánicos movimientos los niños comenzaron a levantarse. Flemáticos e indolentes, sin mover un solo músculo de la cara avanzaban de manera unánime hacia mí.

Espantada me fijé en sus ropas rotas, sucias, raídas, parecían un hatajo de indigentes alienados. Observé que comenzaban a extender sus manos suplicantes hacia mí. Era como una marea lenta pero inexorable y yo permanecía petrificada.

Intenté correr, huir, dar la espalda, pero mis piernas parecían fosilizadas. Los de las primeras filas ya estaban a pocos milímetros y sus ojos, que de lejos se me antojaron escrutadores, de cerca me parecían absurdamente vacíos.

Entonces la vi. Era una grieta enorme, a mi izquierda, justo en medio de la pizarra digital.
Con un acopio inusitado de concentración y agilidad, salté ante mi propia sorpresa y me introduje certeramente a través de ella.
Los vi aproximarse, palpar torpemente la pantalla una y otra vez, con sus pequeñas manos abiertas y desconcertadas.
Comprendí que la grieta se había cerrado, que yo estaba atrapada dentro de la estrecha oquedad, del otro lado de aquella lámina blanca que antes era para nosotros una ventana al mundo, a los conocimientos, a la erudición y también a las falsedades de la red.

Desde mi insólito reducto vislumbraba la escena. Uno tras otro fueron girando con parsimonia y en cuestión de segundos volvieron a su posición inicial, retomando sus rígidas posturas.

Un sonido me taladró el cerebro. Lo reconocí. Era la breve sintonía de Windows. ¡El ordenador se estaba poniendo en marcha! ¡Tenía que escapar de él!

Intenté con denuedo alargar un brazo y las yemas de mis dedos rozaron un extraño artefacto que al principio no reconocí. Pero su tacto fue mágico, la pesada bruma se disipó como por ensalmo y, entre aliviada por salir de la horrenda pesadilla y algo angustiada por mi primer día de clase, apagué el despertador, salté de la cama y marché descalza camino de la ducha.




24 febrero 2014

TITIRITERO





Acabada la función se sentó desmadejado en la acera. A su lado, enganchados a los hilos de la cruceta, los pequeños títeres sin vida; delante de sí, una vieja gorra desgastada que recogía algunas monedas, fruto de la compasión de la gente.

Mientras liaba un escaso pitillo, el titiritero oyó una voz autoritaria que decía:
—¿Cuánto por el del gorro verde?
Alzó los ojos y se encontró frente a un semblante adusto, surcado de arrugas.
—No está en venta, señora.
—No se ande con remilgos. No me diga que piensa comer con las cuatro perras que tiene dentro de esa renegrida gorra. Le pagaré bien. Ese muñeco le va a encantar a mi nieto, no es nada corriente. Le gustará hacerlo danzar.
—No está en venta, señora.
—¡Será pazguato! Pues cuando el hambre le roa las tripas ¡cómaselo!, a ver si lo encuentra tierno…


Cuando la señora, airada, hubo dado la media vuelta, el hombre, parsimoniosamente, se dispuso a recoger sus cosas. Pisó la colilla y luego, con todo cuidado, enrolló los hilos de los muñecos y los depositó en el interior de una raída bolsa de lona, plegó el biombo que le servía de teatrillo y con él bajo el brazo se dirigió a las afueras de la ciudad, donde había hallado una casa desocupada en cuyo amplio portal solía pasar las noches.

Estaba cansado. Se arrebujó en su chaqueta y se dispuso a dormir junto a sus escasas pertenencias.
—Buenas noches —musitó, como para sí mismo.
—Buenas noches —respondieron unas imperceptibles voces, opacadas por el grosor de la tela.
El estómago del titiritero rugía de hambre, pero él se sentía bien. Nunca se desprendería de sus únicos amigos. 

05 agosto 2013

AMBICIÓN





El obispo del condado de Fliesburg descendió del carro de modo majestuoso, con orgullo y parsimonia.
No le importaba hacer esperar al Conde, bien al contrario, quería dejar patente desde el principio que él no estaba sometido a sus órdenes ni a sus fueros. Desde que el soberano había confirmado su nombramiento conseguido tras múltiples y oscuros manejos, estaba dispuesto a seguir escalando hasta llegar a lo más alto, costase lo que costase.
Esperaba que el Conde saliese en persona a darle la bienvenida, pero no fue así. Sabía que Grosventre abominaba de él y que había intentado por todos los medios a su alcance boicotear su nombramiento como obispo, pero finalmente él había salido victorioso. Siempre era bueno guardar un as en la manga, y las mangas de su abigarrado traje clerical eran suficientemente anchas como para ocultar entre sus pliegues no una, sino varias barajas completas.
Llegaré a lo más alto –pensó una vez más- esto es sólo un primer peldaño. El arzobispado de Blackcrow, quedará en breve desierto, si todo marcha según mis planes. Después vendrán los ropajes cardenalicios, y luego, ¿por qué no? el solideo blanco sobre mi cabeza y el anillo del pescador en mi dedo…
Mientras, el Conde Grosventre, se retorcía las manos, intentando urdir un plan que le librase de aquel obispo petulante y odioso, al que sabía capaz de las más funestas artimañas. Algo se le habría de ocurrir, se imponía pensar con astucia, maquinar la treta que le salvase del abismo al que, si no encontraba una solución adecuada, se vería abocado en breve.
Un criado con librea bicolor anunció con voz potente:
-Wicked Nogood , Excelentísimo Obispo de Fliesburg.
Con la más hipócrita de sus sonrisas dibujada en el rostro, el conde dio la bienvenida al recién llegado, sin ni siquiera levantarse del ostentoso trono sobre el que descansaba su rolliza figura. Cruzadas las cuatro frases protocolarias y aduciendo que el obispo debía estar muy cansado tras el largo viaje, despachó al recién llegado, emplazándole para una audiencia al día siguiente.
La noche fue eterna. Reunido con Sir Fawning, su hombre de confianza, Grosventre elucidaba estratagemas para librarse del malquisto convidado. En un par de días seguiría su camino para tomar posesión del palacio episcopal y una vez instalado allí y rodeado de su séquito sería más complicado tenerlo a su merced. Se imponía hallar una drástica solución a los futuros problemas que adivinaban.
Podríamos preparar una emboscada cuando reanude su camino –terció Fawning- los proscritos son frecuentes en estos bosques, a nadie le extrañaría… O quizás unos polvos disueltos discretamente en su copa harían un buen trabajo.
-No quiero que eso ocurra puertas adentro de mi castillo, sería demasiado engorroso. Creo que la primera opción es la más acertada. No quiero saber los detalles. ¡Se acabó el ocio! Vamos, vete y prepáralo todo.
Al día siguiente, tras el copioso almuerzo y antes de retirarse a sus aposentos para el apetecido descanso, Wicked Nogood pidió visitar el castillo. Amante del arte y del lujo, era conocedor de las joyas que en él se encerraban, tapices de incalculable valor, piezas de orfebrería de inusitada belleza… El condado de Fliesburg era de los más ricos del país y él quería verlo todo antes de partir.
Recorrieron las fastuosas estancias hasta las escaleras que subían hacia la torre del homenaje, que también insistió en visitar. Comenzaron la ascensión por la angosta escalinata que se retorcía sobre sí misma en incontables ocasiones. A medida que progresaban, los escalones eran cada vez más altos y estrechos y el ascenso más arduo, pero ninguno de los dos quería confesar su manifiesto cansancio y continuaban penosamente…
Faltaba poco para alcanzar las almenas, final del recorrido, y ambos presentaban una respiración jadeante y entrecortada. El obispo fue el primero en doblarse sobre sí mismo, miró al conde con los ojos llameantes de miedo e indignación, mientras se asía a él balbuciendo:
-Canalla, me has envenenado…
Pero antes de desplomarse, pudo observar que, a su vez el conde, con una mueca de dolor crispándole el rostro hacía esfuerzos por mantenerse en pie.
Unos segundos más tarde ambos se precipitaban al vacío por el hueco de la escalera de caracol, aferrados el uno al otro, unidos para siempre en su mutuo odio.
Abajo, Sir Fawning, disimulando una sonrisa de júbilo, pensó en las explicaciones que daría, sencillas y convincentes: El obispo y el conde se enzarzaron en una feroz disputa y cayeron desde arriba, cuando estaban a punto de llegar a lo más alto.
Y se escabulló como una sombra felina.

INSPIRACIÓN.



Sobre la mesa, las cuartillas inútiles de un blanco lechoso emitían destellos de luz propia. Los lápices de afiladísimas puntas denotaban sus ansias de entregarse a la acción. Una goma inerte yacía junto a ellos; pero todo era quietud dentro de la mente del escritor.
Las ideas, otrora bullentes en su cabeza, se habían desvanecido como por ensalmo, dando paso a una extraña laxitud, un hueco, un vacío.
Se esforzaba por pensar, pero era inútil, sólo conseguía percibir ecos de sombras de antiguos pensamientos. Buscaba su proverbial creatividad agazapada en algún oscuro rincón de la oquedad de su cabeza, pero no estaba. Simplemente había desaparecido.
El escritor se quedó ensimismado, los ojos muy abiertos, alerta a cualquier cambio que se produjese en el agujero negro que era ahora su cerebro. Nada.

Así transcurrieron los minutos, que se trasformaron en horas, y luego en días. Al sol siguió la oscuridad de la noche y de nuevo amaneció. El escritor seguía erguido en su silla, ajeno al paso del tiempo, escudriñando hacia dentro, por si percibía un cambio o un atisbo de pensamiento.

Las cuartillas languidecían, su delicada celulosa se iba tornando amarillenta y los lápices habían abandonado ya toda esperanza. La goma se deprimía ante su inutilidad manifiesta.

El escritor, impasible, esperaba que sucediese el milagro, pero el milagro se demoraba. Su rostro se demacraba por momentos, la tez le amarilleaba. Los ojos, ligeramente hundidos, estaban circundados por leves arrugas de color violeta.
Y pasaron más días.

De pronto un pequeño chispazo en el iris reveló indicios de actividad neuronal, era un atisbo, un indicio, una leve esperanza.
Con esfuerzo y parsimonia alargó una mano con doloroso esfuerzo después de tan larga inactividad, e intentó asir uno de los lápices. Lo acercó a la cuartilla, casi apoyándose sobre él y comenzó a garabatear con torpes movimientos.

Capítulo primero:
Sobre la mesa las cuartillas inútiles de un blanco lechoso emitían destellos de luz propia. Los lápices de afiladísimas puntas denotaban sus ansias de entregarse a la acción...