05 agosto 2013
AMBICIÓN
El obispo del condado de Fliesburg descendió del carro de modo majestuoso, con orgullo y parsimonia.
No le importaba hacer esperar al Conde, bien al contrario, quería dejar patente desde el principio que él no estaba sometido a sus órdenes ni a sus fueros. Desde que el soberano había confirmado su nombramiento conseguido tras múltiples y oscuros manejos, estaba dispuesto a seguir escalando hasta llegar a lo más alto, costase lo que costase.
Esperaba que el Conde saliese en persona a darle la bienvenida, pero no fue así. Sabía que Grosventre abominaba de él y que había intentado por todos los medios a su alcance boicotear su nombramiento como obispo, pero finalmente él había salido victorioso. Siempre era bueno guardar un as en la manga, y las mangas de su abigarrado traje clerical eran suficientemente anchas como para ocultar entre sus pliegues no una, sino varias barajas completas.
Llegaré a lo más alto –pensó una vez más- esto es sólo un primer peldaño. El arzobispado de Blackcrow, quedará en breve desierto, si todo marcha según mis planes. Después vendrán los ropajes cardenalicios, y luego, ¿por qué no? el solideo blanco sobre mi cabeza y el anillo del pescador en mi dedo…
Mientras, el Conde Grosventre, se retorcía las manos, intentando urdir un plan que le librase de aquel obispo petulante y odioso, al que sabía capaz de las más funestas artimañas. Algo se le habría de ocurrir, se imponía pensar con astucia, maquinar la treta que le salvase del abismo al que, si no encontraba una solución adecuada, se vería abocado en breve.
Un criado con librea bicolor anunció con voz potente:
-Wicked Nogood , Excelentísimo Obispo de Fliesburg.
Con la más hipócrita de sus sonrisas dibujada en el rostro, el conde dio la bienvenida al recién llegado, sin ni siquiera levantarse del ostentoso trono sobre el que descansaba su rolliza figura. Cruzadas las cuatro frases protocolarias y aduciendo que el obispo debía estar muy cansado tras el largo viaje, despachó al recién llegado, emplazándole para una audiencia al día siguiente.
La noche fue eterna. Reunido con Sir Fawning, su hombre de confianza, Grosventre elucidaba estratagemas para librarse del malquisto convidado. En un par de días seguiría su camino para tomar posesión del palacio episcopal y una vez instalado allí y rodeado de su séquito sería más complicado tenerlo a su merced. Se imponía hallar una drástica solución a los futuros problemas que adivinaban.
Podríamos preparar una emboscada cuando reanude su camino –terció Fawning- los proscritos son frecuentes en estos bosques, a nadie le extrañaría… O quizás unos polvos disueltos discretamente en su copa harían un buen trabajo.
-No quiero que eso ocurra puertas adentro de mi castillo, sería demasiado engorroso. Creo que la primera opción es la más acertada. No quiero saber los detalles. ¡Se acabó el ocio! Vamos, vete y prepáralo todo.
Al día siguiente, tras el copioso almuerzo y antes de retirarse a sus aposentos para el apetecido descanso, Wicked Nogood pidió visitar el castillo. Amante del arte y del lujo, era conocedor de las joyas que en él se encerraban, tapices de incalculable valor, piezas de orfebrería de inusitada belleza… El condado de Fliesburg era de los más ricos del país y él quería verlo todo antes de partir.
Recorrieron las fastuosas estancias hasta las escaleras que subían hacia la torre del homenaje, que también insistió en visitar. Comenzaron la ascensión por la angosta escalinata que se retorcía sobre sí misma en incontables ocasiones. A medida que progresaban, los escalones eran cada vez más altos y estrechos y el ascenso más arduo, pero ninguno de los dos quería confesar su manifiesto cansancio y continuaban penosamente…
Faltaba poco para alcanzar las almenas, final del recorrido, y ambos presentaban una respiración jadeante y entrecortada. El obispo fue el primero en doblarse sobre sí mismo, miró al conde con los ojos llameantes de miedo e indignación, mientras se asía a él balbuciendo:
-Canalla, me has envenenado…
Pero antes de desplomarse, pudo observar que, a su vez el conde, con una mueca de dolor crispándole el rostro hacía esfuerzos por mantenerse en pie.
Unos segundos más tarde ambos se precipitaban al vacío por el hueco de la escalera de caracol, aferrados el uno al otro, unidos para siempre en su mutuo odio.
Abajo, Sir Fawning, disimulando una sonrisa de júbilo, pensó en las explicaciones que daría, sencillas y convincentes: El obispo y el conde se enzarzaron en una feroz disputa y cayeron desde arriba, cuando estaban a punto de llegar a lo más alto.
Y se escabulló como una sombra felina.
INSPIRACIÓN.
Sobre la mesa, las cuartillas inútiles de un blanco lechoso
emitían destellos de luz propia. Los lápices de afiladísimas puntas denotaban
sus ansias de entregarse a la acción. Una goma inerte yacía junto a ellos; pero
todo era quietud dentro de la mente del escritor.
Las ideas, otrora bullentes en su cabeza, se habían
desvanecido como por ensalmo, dando paso a una extraña laxitud, un hueco, un
vacío.
Se esforzaba por pensar, pero era inútil, sólo conseguía
percibir ecos de sombras de antiguos pensamientos. Buscaba su proverbial
creatividad agazapada en algún oscuro rincón de la oquedad de su cabeza, pero
no estaba. Simplemente había desaparecido.
El escritor se quedó ensimismado, los ojos muy abiertos,
alerta a cualquier cambio que se produjese en el agujero negro que era ahora su
cerebro. Nada.
Así transcurrieron los minutos, que se trasformaron en horas,
y luego en días. Al sol siguió la oscuridad de la noche y de nuevo amaneció. El
escritor seguía erguido en su silla, ajeno al paso del tiempo, escudriñando
hacia dentro, por si percibía un cambio o un atisbo de pensamiento.
Las cuartillas languidecían, su delicada celulosa se iba
tornando amarillenta y los lápices habían abandonado ya toda esperanza. La goma
se deprimía ante su inutilidad manifiesta.
El escritor, impasible, esperaba que sucediese el milagro,
pero el milagro se demoraba. Su rostro se demacraba por momentos, la tez le
amarilleaba. Los ojos, ligeramente hundidos, estaban circundados por leves
arrugas de color violeta.
Y pasaron más días.
De pronto un pequeño chispazo en el iris reveló indicios de
actividad neuronal, era un atisbo, un indicio, una leve esperanza.
Con esfuerzo y parsimonia alargó una mano con doloroso
esfuerzo después de tan larga inactividad, e intentó asir uno de los lápices.
Lo acercó a la cuartilla, casi apoyándose sobre él y comenzó a garabatear con
torpes movimientos.
Capítulo primero:
Sobre la mesa las
cuartillas inútiles de un blanco lechoso emitían destellos de luz propia. Los
lápices de afiladísimas puntas denotaban sus ansias de entregarse a la acción...
09 julio 2013
EL EQUILIBRIO
Conducía
con desgana, medio abstraída en mis
pensamientos y ajena a la monotonía de la carretera, cuando, justo al salir de
una curva, un pintoresco pueblecito
apareció ante mis ojos, sacándome de mis cavilaciones.
En
realidad no pensaba en otra cosa que no fuese mi deseo de huir y perderme, al
menos durante los días que durasen mis vacaciones. Había tomado la decisión de
salir disparada, sin previsiones, sin reservas de hotel, sin ruta prefijada,
siguiendo el camino que me fuese marcando mi propio albedrío.
Aquel
pueblecito de casas encaladas, pequeñas y blancas que parecía refulgir bajo la
canícula de agosto, atrajo poderosamente mi atención haciendo que me desviase de la carrerta principal por un
angosto camino.
He
llegado, pensé. Aquí es dónde me voy a instalar para olvidarme de todo. Este
aire tan limpio me despejará los sentidos y se llevará mis preocupaciones: por
fin desaparecerá esta horrible cargazón que me pesa en la cabeza y en el alma.
Me
apeé del coche delante de una construcción algo diferente al resto de las casas
de alrededor y ligeramente apartada de ellas: el edificio tenía dos plantas y
una cierta apariencia de vetusto abolengo.
La
verja que lo rodeaba estaba abierta; constaté que la puerta principal, también.
Deduje por tanto que la antigua vivienda estaba ahora dedicada a la hostelería
y penetré en ella sin dilación alguna.
No
había nadie, la semioscuridad que proporcionaban las persianas casi bajadas,
confería a la estancia una deliciosa sensación de frescor que contrastaba con
el asfixiante bochorno del camino. Lo primero que llamó mi atención fue un
descomunal mosaico en la pared, donde, bajo una enorme balanza, formada toda
ella por pequeñísimas teselas de colores, se podía leer la siguiente máxima:
“Situado en
alguna nebulosa lejana hago lo que hago, para que el universal equilibrio de
que soy parte no pierda el equilibrio.” Antonio PorchiaEn un instante dejé vagar mi inquieta mirada por el resto de la espaciosa pieza que hacía las veces de recepción. Sobre el original mostrador taraceado con conchas marinas, una ingente cantidad de pequeños cachivaches se hallaban diseminados sin orden ni concierto, dando una sensación de cuidado descuido. Algunos folletos turísticos que exhibían maravillosas vistas de la zona y unos maceteros de rústica apariencia con plantas de interior, acababan de dar un toque a aquel lugar que comenzó a gustarme de inmediato.
En medio del maremagnun observé una pequeña campanita de bronce, desmayada sobre un cenicero y pensé si sería lo propio utilizarla para descubrir mi presencia en la casa. La agité, primero con timidez, luego con más bríos, sin obtener respuesta, pero al momento una voz modulada llegó hasta mí, pidiendo paciencia, lo que me hizo sentir absurdamente impetuosa.
Entonces salió. Con un marcado acento argentino me preguntó si deseaba alojamiento, y el tiempo que tenía pensado permanecer allí, algo que incluso yo misma ignoraba: ¿Dos días, tres, una semana, varias? Opté por decir una semana, aunque siempre estaba a tiempo de arrepentirme. Me pidió la documentación y me rogó que firmase un impreso.
Me adelanté decidida hacia el mostrador, del que había permanecido separada unos pasos. Aunque mis ojos ya se habían acostumbrado a la semipenumbra, no había reparado aún en los dos estrechos escalones que se erigían ante él, al estilo de los altares de las iglesias; avancé decidida y contenta por haber hallado aquel local que tan agradable me resultaba, cuando, sin constatar aún qué estaba pasando, me ví de bruces sobre la superficie taraceada; en mi deseo ciego de asirme a algún punto de equilibrio, barrí literalmete todo lo que se encontraba a mi paso y, para consumar el estropicio, la preciosa kentia se vino abajo, volcando el contenido íntegro de la maceta sobre el montón de objetos que yacían ahora desparramados y rotos sobre el suelo.
Me sentía tan ridícula que no atinaba ni a balbucir palabras coherentes de disculpa. A punto estaba de darme la vuelta para salir corriendo y olvidar el despropósito, cuando el argentino, rodeando el mostrador, empezó a recoger los pedazos del suelo, entre divertido y regocijado ante mi cara de estupor y el destrozo reinante, mientras decía:
-Por fin una buena razón para poder quitar del medio esta colección de recuerdos de mi vida, no sé por qué, pero parece que, de pronto, me he liberado de un montón de cosas... me pregunto si tu pérdida de equilibrio, no habrá ayudado a que yo recupere el mío.
Agradecida y tranquilizada por sus palabras, me acuclillé a su lado y comencé a recoger yo también los trozos rotos de mi antigua existencia...
01 mayo 2013
LAS SEMILLAS
La
gente salía del cine entre murmullos y risas, comentando la película, que,
realmente, había sido desopilante. El local era un antiguo teatrillo
reconvertido, donde, a la sazón, pasaban películas de culto, amén de algunas
antiguas joyas del cine en blanco y negro, o incluso de cine mudo.
A
ella le gustaba ir de vez en cuando, a la salida del trabajo, y solía hacerlo
sola. Sus amigas se podían contar con los dedos de una mano, y si se trataba de
ver películas de aquel tipo, con ninguna; pero no le importaba, se sumergía en
aquel mundo sin colores y se transportaba a otra dimensión, donde, durante poco
más de una hora, salía de ella misma para cohabitar con aquellos personajes de
dos dimensiones que vivían sobre la pantalla.
Era
introvertida y solía preferir la compañía de un buen libro a la de un ligue
ocasional, pero aquella noche se sentía necesitada de calor humano. La
cafetería de la esquina, justo al final de la calle, era austera pero
acogedora, y a esas horas, bastante bulliciosa. No tenía ganas de encerrarse en
la soledad de su casa y, sin ninguna duda, un café caliente era una más que
excelente opción para el momento.
Se
sentó en una mesa apartada, pidió un capuchino e inmediatamente se entregó a la
tarea de escudriñar al público del local. Su pasatiempo favorito en estos casos
era observar a las personas que la rodeaban e intentar recrear las historias
que se escondían detrás de cada una de ellas.
Paseó
la mirada por la estancia y la detuvo en un tipo que parecía abarrancado sobre
la barra; por un instante pensó en una ballena varada en la playa, incapacitada
para volver al mar, pero con poca esperanza de vida en tierra, y, acto seguido,
su mente empezó a forjar la historia del desconocido.
Mediana
edad, traje obsoleto, aire nostálgico y claramente con más copas encima de las
que su cuerpo podía digerir. No es que se apoyara en la barra, es que parecía
fundido con ella, como si llevase todo el peso del mundo sobre sus hombros.
“Recién
divorciado –pensó- acaba de romper con su pareja… o quizás se quedó sin empleo
y se encuentra moralmente hundido, no sabe a dónde asirse… ¿tendrá pendiente
una hipoteca? puede ser un candidato al suicidio… quizás esta misma noche,
cuando salga de aquí se vaya hacia la zona antigua, que lleva cerca del río… o
puede que abra la espita del gas, si aún tiene casa…”
Tan
entregada estaba a sus deprimentes pensamientos acerca del tipo en cuestión que
no se dio cuenta de que había permanecido todo ese tiempo mirándolo con fijeza,
sin pestañear, reflejando en su cara la compasión que le suscitaba e, incluso,
un atisbo de ternura.
El
hombre, dándose cuenta entre las brumas de su mente enajenada por el alcohol,
de la atención de que era objeto, hizo un esfuerzo supremo y se dirigió hacia
ella, que, atónita, lo vio venir, trastabilleando entre las sillas del local.
Cuando
llegó a su mesa y sin mediar palabra, tomó asiento, mirándola con curiosidad y
con una media sonrisa pintada en el rostro. Transcurrido un momento en el que
el silencio de los dos parecía transparente entre las risas y las voces subidas
de tono del resto de los allí presentes, introdujo una mano temblorosa en el
bolsillo de la ajada chaqueta, y extrajo de ella un puñadito de granos que
esparció sobre la mesa.
Con
voz insegura acertó a decir:
-Son
semillas, señorita… a lo mejor a usted le gustaría ayudarme a plantarlas,
puesto que puede comprobar que yo no tengo el pulso muy firme: se han de
enterrar justo justo, al doble de profundidad de su grosor… ¿sería tan amable?
Y
sin saber por qué, ella lo miró a los ojos y pensó que siempre le habían
gustado las plantas. Se pusieron en pie y, apoyándose el uno en el otro,
abandonaron el local.
29 abril 2013
LA AVENTURA
Contemplé
durante unos segundos la bella eufótida que servía como pisapapeles, regalando una nota de color a la oscura y
fría estancia; destacaba entre el maremagnum imposible de papeles, cartas,
recibos y hojas con apuntes que poblaban el austero buró de oscura madera de
roble.
Tras unos
gruesos lentes, con fina montura de concha, aquel orondo personaje me
escudriñaba de una manera devastadora, de tal manera que me parecía capaz de taladran con su penetrante mirada las
capas superficiales de mi anatomía para llegar hasta lo más profundo de mis
entrañas, descubriendo en mí cosas que ni yo mismo conocía.
Durante
unos segundos se me pasó por la imaginación la idea de huir por la misma vereda
que me había llevado hasta allí; hubiese sido lo más fácil, y por tanto, fue
una idea desechada casi al mismo tiempo de haber sido concebida. Nunca me
gustaron las cosas fáciles, tenía que reconocerlo. Me planteaba la vida como un
reto, desafiando al destino e intentando modelarlo a mi libre albedrío.
Y por eso
estaba allí: aquello era, sin duda, el prólogo de una nueva aventura, la acción
y el riesgo me eran necesarios para sentirme vivo, y ¿dónde podría hallar más
peligros que en aquella arrojada expedición que pretendía partir rumbo a lo
desconocido?.
Contuve la
respiración esperando las palabras del contramestre, encargado a la sazón de
contratar al personal necesario; mi mirada inquieta y nerviosa iba de la
extraña piedra blanca y verde al alféizar de la ventana, donde un par de
abejarucos picoteaban de manera despreocupada , exhibiendo su plumaje coloreado
y llamativo.
Cuando,
por fin, me dijo que estaba aceptado en su tripulación, el corazón me dio un
vuelco de alegría y salí presto de la sombría habitación, dispuesto, una vez
más, a tomar el timón de mis andanzas...
Al día
siguiente partíamos rumbo a las Antillas, donde mi futuro me aguardaba. Pero
eso, sin duda, ya forma parte de una nueva historia...
MALDITA CRISIS
De
nuevo me tenéis aquí, escribiendo escopeteada, porque el tiempo vuela. Mañana
es, otra vez, viernes, ese día feliz que dispara el comienzo del fin de semana,
pero en el que expira el plazo de la entrega de mi historia y yo, francamente, no
he tenido tiempo de nada.
Quisiera
estirar las horas, los días...pero no es posible.
No
siempre es igual, porque, a veces, lanzas una frase al aire y luego la tarea es
sencilla, le vas dando hilo igual que a una
cometa y flipas al ver cómo sube y sube, se aleja y vuela feliz, como si
tú no intervinieses de manera real en el hecho de darle vida al relato. Son los
personajes los que buscan su autor y tú te crees Pirandello; pero otras
veces...
¡Qué
difícil y qué cuesta arriba se te presenta la tarea! Creo que el esfuerzo
desmedido crea un vacío en el intelecto: Nada que decir... ¡nada que hacer!
Esta
tarde he aprovechado que la primavera se ha abierto paso con violencia y el
calor atosiga, para venirme a la playa, y aquí, mal acomodada sobre la arena,
con el pequeño portátil sobre mi regazo, vencida por el calor, y tremendamente
desolada, tan sólo me siento aliviada al poder lanzar la vista a lo lejos,
sobre la línea azul verdosa del horizonte .Respiro hondo y lo intento de nuevo.
Nada.
No hay ideas. Mi mente se angustia al pensar que mañana expira el plazo que me
dio mi editor, y me lo dijo de modo taxativo:
-Si
para el día doce no está entregado, olvídate de cobra nada esta semana, y, como
me falles mucho te reemplazo. Hay montones de escritores que se lo tomarían más
en serio que tú, y bastante mejores...
Y
lo hará... Desde que encontré este pequeño trabajo en el periódico, para irme
ayudando, vivo ahogada por las fechas. Todos los viernes entrega puntual o no
hay paga.
Recuerdo
cuando el sueldecito de funcionaria me bastaba para todo, e incluso tenía
ahorrillos, para algún viaje o capricho, de vez en cuando. Después se quedó
estancado, mientras los precios subían disparados. Más tarde, empezó a
disminuir y luego, ni se sabe a dónde vamos a llegar.
Ya
me veo el fin de semana acercándome a casa de mis padres a pegarles otro sablazo,
que ya tiemblan cuando me ven aparecer, pero si no, es que no llego a fin de
mes... ¡Maldita crisis!
EL ZAQUE
Fuera llovía. Una lluvia
incesante, monótona, rítmica... aburrida, en suma. Estaba encima de mi cama, un
libro sobre mi regazo, la espalda apoyada en la almohada, una taza de
exquisito té blanco en la mesilla. La música de Evanescence sonando suave y
acompasada a un volumen muy bajo, era el telón de fondo de una sosegada tarde
de domingo, ideal para dedicarla a las ensoñaciones más placenteras que pudiera
imaginar.
Hacía ya mucho rato que no
pasaba las páginas, olvidándome de leer, puesto que andaba sumergida en mí
misma y en mi propia imaginación, más rica que el más rico de los libros que
escribirse puedan.
Algo llamó mi atención y me sacó
de mi mundo interior para devolverme a la realidad, me levanté cansinamente,
venciendo la abulia por la que voluntariamente me había dejado abrazar y me
dirigí a la ventana. La abrí. Sobre el alféizar hallé un pequeño
envoltorio, que había sido el causante del ruido. Lo examiné con atención antes
de decidirme a abrirlo, a lo que procedí
con cautela y parsimonia, recelosa de lo que pudiese encontrar en su interior.
Finalmente lo desenvolví y
encontré dentro una piedra pequeña, vulgar y sencilla.
Sorprendida y desencantada,
estaba a punto de devolverla al abismo, a la vez que oteaba desde allí
arriba, con la esperanza de saber quién podía haber sido el responsable de tal
lanzamiento, pero entre la pertinaz lluvia y la considerable altura a la que se
encontraba mi ventana, la escasa gente que transitaba la calle se veía
disminuida y lejana.
Antes de dejarla caer, reparé en
un detalle que me había pasado desapercibido y me detuve. Apartando el
guijarro, que dejé a un lado, observé el envoltorio, lo estiré y vi sobre la
sucia y arrugada superficie algo que se asemejaba a un zaque, un odre
pequeño, toscamente dibujado.
Lo estudié con detenimiento
durante largo rato. Había algo en él que me resultaba familiar, quizás los
colores, chillones y variados me evocaban algo, como un “déjà vu” que no podía
ubicar en el tiempo ni en el espacio.
Como impelida por un resorte, abandoné
mi lasitud anterior y me dirigí escaleras arriba a la buhardilla, parecía que
algo guiaba mis pasos, pues no sabía con claridad a dónde iba ni qué pensaba
hacer, casi me parecía levitar, ni siquiera notaba el frío suelo, a pesar de
que al bajar de la cama no había enfundado mis pies en las cálidas zapatillas y
andaba descalza.
Entré decidida en la
destartalada habitación, donde trastos y cachivaches se amontonaban por doquier
sin orden ni concierto. Me dirigí sin dudar a una antigua caja situada en la
balda más alta de una antiquísima y algo desvencijada estantería y, subiéndome
a un escabel de astroso tapizado la agarré, tambaleándome y la coloqué rauda
sobre el suelo.
Empecé, excitada, a vaciar su
contenido: algún muñeco de papel maché, vagonetas que debieron pertenecer a un
tren eléctrico, un engendro mecánico casi irreconocible y ... ¡un zaque!
Aunque yo hubiese jurado que
jamás antes había tenido en mis manos ninguna de aquellas cosas que me parecían
desconocidas, el pequeño y original zaque dibujado en el papel y que de
manera misteriosa había impactado contra mi ventana estaba allí en realidad,
existía, y, por razones desconocidas, alguien quería que lo rescatase del
olvido.
Lo miré extasiada. Sus colores aparecian
cambiantes pasando de la palidez al brillo más deslumbrante en cuestión de
segundos. Me sentí como Aladino contemplando al genio de la lámpara, sin
saber qué hacer ante aquel magnífico hallazgo. Por momentos el odre se volvió
tan rutilante que me cegó haciendo desaparecer todo lo que me rodeaba.
Sólo el vacío, la oscuridad, la
angustia.
Me incorporé de golpe, el libro
cayó al suelo, el té frío languidecía en la mesilla, la lluvia había cesado...
Miré el reloj intentando reubicarme, empezaba a oscurecer. Poco a poco recobré
el sosiego, pero, antes de abandonar la habitación, eché una furtiva mirada al
alféizar de la ventana para cerciorarme de que allí no hubiese ningún
guijarro...
18 abril 2013
EL ABANDONO
No
hacía ni diez horas que había sido abandonado y ya ni siquiera podía recordar
los cálidos brazos de su dueño, balcón desde el que solía asomarse a ver el
mundo desde lo alto. Su vida, otrora color de rosa, se había vuelto gris.
Deambulaba
sin rumbo por la orilla del soitario camino al que había llegado apartándose de
la carretera, donde el incesante tráfico había logrado que se disparasen todas
las alarmaa de su instinto de supervivencia.
Nunca
hubiera esperado eso de su amo, que valiéndose de una ingrata artimaña, lo
había dejado a merced de su suerte, sólo y desamparado en aquel inhóspito
lugar. El viaje había sido largo, sin duda había querido cerciorarse de poner distancia
entre ellos, la suficiente para que su agudo olfato no le sirviera en la
empresa, que intuía fallida de antemano, de reencontrar su antiguo hogar.
No
le gustaba su nueva vida, él no había ansiado nunca la libertad, puesto que
todas sus necesidades estaban cubiertas con creces: las físicas y las
psíquicas…pero aquella maldita crisis había dado al traste con todo: la opulenta
residencia de su dueño había sido sustituída por un pequeño piso en el
extrarradio, luego vinieron las escaseces en la comida, los malos humores, que
le habían valido incluso algunas golpizas a destiempo y finalmente aquello, aquel paseo en coche
cargado de malévolas intenciones.
Sentía
hambre, frío y sed. La noche era oscura, y no estaba acostumbrado a dormir al raso;
desde cachorrito había
estado rodeado de confort, pero ahora se sentía perdido en un entorno hostil…
28 marzo 2013
EL CAYARÍ O LA VIDA NUEVA DE DON SERAFINO.
Dicho así, abiertamente, Serafino Repulido de Sotogrande era un berzotas. En su
casa lo sabían, pero desde chico se lo habían consentido todo, e incluso más.
Sería por aquella afección pulmonar que dio la cara cuando aún era un chavalín,
que sus papás lo mimaron sin mesura, y que cualquier paparrucha salida de su
boca era festejada cual si de un accésit del Nobel se tratase, lo que le fue
engrosando la autoestima hasta tal punto que casi no le cabía en el cuerpo.
Tal cúmulo de memeces convirtió a Serafinín en el hazmerreír
de sus compañeros de colegio, que no por el hecho de ser de alta alcurnia y
tronío, estaban menos ávidos de vapulear al prójimo en cuanto la ocasión se
presentase, y dado el proceder melindroso y gazmoño del sujeto que nos ocupa,
las ocasiones se multiplicaban como hongos en abril, haciendo las delicias de
compañeros y “amigos”, que nunca antes habían tenido tan a mano un mequetrefe con aires de grandeza a quien
lanzar los dardos más punzantes o hacer objeto de las bromas más
pesadas.
Serafino se debatía entre su necesidad de notoriedad y la
incomprensión del por qué de la chacota general en cuanto abría la boca, pues,
no era consciente del grado de mentecatez de la que hacía ostentación, como
otros la hacen de su agilidad mental.
Pasados los años de la tiranía estudiantil, de los que salió
ileso a duras penas y con su inconmensurable autoestima algo magullada y
ligeramente adelgazada, Serafino se entregó a la labor ardua y difícil como
pocas de saber en qué gastar su tiempo, ya que su peculio familiar le eximía de
la necesidad de dedicarse por obligatoriedad a ningún tipo de trabajo
remunerado.
Viajó por todo lo largo y ancho del planeta, empleando su
fútil existencia en gastar ingentes cantidades de inhaladores antiasmáticos ,
haciendo exhibición de sus inagotables caudales y sus afectadas maneras, para
conseguir que, en cualquier reunión, las miradas, por uno u otro motivo, se
mantuviesen pendientes de él y de sus melifluos ademanes.
Pero he aquí que el destino caprichoso, ese hado
juguetón y a veces incoherente, que
decide lo que va a ser de cada uno, tenía algo muy especial reservado para él.
Llegó pues a Cuba un buen día, convertido ya en impenitente
trotamundos, -de lujo, eso sí, siempre acompañado de un escogido séquito de
bien pagados acólitos- y decidió escudriñar a fondo el lugar: se le había
terminado el mundo conocido y sólo le quedaba aquel pequeño reducto de
connotaciones exóticas y seductoras.
Queriendo hacer de la experiencia un acto sublime, decidió
embarcarse en un cayuco para remontar el Toa. Con ánimo de dotar a la excursión
de aires aventureros y arriesgados, decidió prescindir de la casi totalidad de
su comparsa, que quedaron resignados a su suerte en el hotelito cinco estrellas
de la playa caribeña donde habían asentado sus reales.
Antes de subir a la pintoresca y típica embarcación, con los
enseres precisos y su primero de a bordo como única compañía, vio en la orilla
del río un cayarí de vivo color rojo que se entretenía en hacer un
agujero donde ubicar su residencia.
Don Serafino, que a la sazón ya peinaba canas, permaneció
pensativo largo rato: había pasado su vida de acá para allá y no se le conocía
morada fija, ni ganas de tenerla, y ahora, a la vista del humilde cangrejo
sentía la imperiosa necesidad de fundar un hogar.; se imponía la necesidad de
cambiar de vida, de dar el salto…
Y, antes de que pudiera percatarse del suceso, el cayuco cogió
gran velocidad y… saltó en mil pedazos arrastrado por la corriente, al
abalanzarse sin freno al vacío sobre una monumental caída de casi veinte metros
de altura.
Cuando despertó, aún se hallaba tumbado sobre una parihuela,
rodeado de beldades que le cuidaban con esmero. No recordaba nada de lo
sucedido, pero de momento tampoco parecía importarle mucho. Pensó que, a lo mejor, no había en su vida anterior nada
digno de recordar y que, quizás, todo lo bueno estaba aún por venir…
DE VUELTA AL HOGAR
La tarde caía lenta sobre el oscuro arrabal, pobre, triste, destartalado. Cuatro casuchas viejas con techumbres de uralita enseñaban sus ventanas desvencijadas, en amarga sonrisa, al viandante que, con paso cansino, diríase que arrastrando los pies, se dirigía, sendero arriba, camino del cerro. El semblante ajado, la ropa vieja, los zapatos desgastados y, a la espalda, una deslucida mochila de color imposible, conteniendo todo su ajuar y sus exiguas posesiones…
A lo lejos, en lo alto, vislumbró cuatro paredes desdentadas que se mantenían erguidas a duras penas, reducto ruinoso de lo que en otros tiempos debió ser villa o castillo palaciego. Un trozo de verja retorcido, contorsionándose ante la desesperanza, intentaba cortar el paso al extraño, que avanzaba sin prisa, como el que nada tiene por hacer y goza de todo el tiempo del mundo para hacerlo.
Flanqueó sin dificultad los herrumbrosos restos, enmohecidos y oxidados, entre los que las hierbas del campo, malas hierbas, eran las únicas que se atrevían a proporcionar algunas notas de color, en aquel desolado atardecer.
El desconocido escudriñó los muros, recios, altos, erosionados por las inclemencias del tiempo y por los años de descuido y abandono, sumido en sus pensamientos. Imaginó, más que recordar, cómo eran aquellos muros cincuenta años atrás, antes de que la erosión de viento, las tormentas y los pequeños saqueos hubieran acabado con todo lo que contenían, hasta con aquellas cosas de más ínfimo valor. Se asomó al interior por uno de los huecos derruidos, antaño ventanales, y su mirada se detuvo en una pequeña sombra que cruzaba la estancia con vivaz serpenteo: ratones de campo -pensó- son los únicos capaces de habitar un lugar así, tan hostil y tan inhóspito. Se estremeció.
Rodeó los restos de la casa y encontró una pequeña puerta, ya innecesaria puesto que los agujeros de las destrozadas paredes dejaban el acceso expedito al interior. De cualquier modo, prefirió penetrar en lo que quedaba de la vivienda a través de ella, sintiendo el apremiante rechinar de los goznes cuando la empujó, no sin esfuerzo.
Se sentó sobre los resto de un pilar hallado en medio de lo que debió haber sido el patio central. Miró al cielo, pensativo, calibrando en somera ojeada si la noche se presentaba serena o había riesgo de lluvias, costumbre que había adquirido a lo largo de los años que llevaba pernoctando a la intemperie.
El recién llegado, parsimoniosamente abrió la mochila, extrajo de ella una raída manta, un pack de yogures caducados, recogidos de los contenedores de basura del último centro comercial por el que había pasado hacía un par de días, y un libro, con las tapas tan gastadas y recomidas que habían perdido el color y en las que apenas se acertaba a adivinar el título: “El extranjero”, Albert Camus. De entre las hojas se deslizó una antigua fotografía cuyo color había mudado hasta convertirse en sepia.
Aunque la conocía de memoria, la observó con atención, en ella,
una señora de amable semblante se hallaba sentada en un pilar, en medio de un
bello patio alicatado al estilo andaluz y circundado de flores multicolores en
macetas de todas las formas y tamaños. Sobre su regazo, un pequeño varón
chupaba con aire feliz una piruleta. Ambos sonreían mirando a la cámara.
Sorbió el contenido de los envases de yogur, paladeando aquel regusto agrio y desabrido, como su propia existencia. Fue un largo peregrinar, sin dinero, sin comida, sin amigos. Mendigando aquí y allá, robando a veces, para subsistir.
Y, después de tantos años, cansado y enfermo, el deseo de volver al terruño, de ver lo que quedaba de su infancia enterrada allí, en lo más alto del cerro.
Envuelto en sus ensoñaciones del pasado se acurrucó en un
rincón sobre su manta, aterido y famélico y, cerrando los ojos, sintió la paz
de hallarse de nuevo en casa, al fin, de vuelta al hogar.
23 febrero 2013
LA NOVELA
«Así, cuando la
tarde acabó de caer, los habitantes de la pequeña aldea abandonaron, en
silencio, la plaza, dejando a merced del viento el cadáver carbonizado del
heresiarca».
Fin.
Edelmiro suspiró
al concluir su última frase y cerró el pequeño portátil, quitándose las gafas,
que depositó, parsimonioso, en el interior de su funda.
Era su primera
novela y le había llevado años documentarse a fondo en un tema que siempre le
había parecido de una atractiva y morbosa oscuridad: el de las sectas, los
herejes y las inquisiciones a lo largo de la Edad Media. Tanto le había
apasionado este asunto que su tesis doctoral, al acabar la carrera, se había
centrado en él y había conseguido una puntuación cum laude de la que se sentía
orgulloso.
Años después la
idea de convertir todo el saber acumulado al respecto en una novela se había
abierto camino en su cerebro y ahora, era el momento culminante, la apoteosis,
el colofón… ¡estaba terminada!
Su mujer, mientras
había vivido, le había tildado de pusilánime y falto de empuje, de haberse
adocenado en su insignificante puesto de profesor de instituto sin sacar
partido a sus supuestas cualidades como escritor, de no atreverse a nada fuera
de la rutina, y ahora, a pesar del resquemor que aquellos recuerdos le
producían, se sentía pletórico de dicha, como si por sus venas corriese una
nueva savia que le confería el gozo incomparable de saberse capaz, de haberlo
logrado. Estaba seguro de que sería un éxito, no le cabía la menor duda.
Cuando abandonó el
despacho del editor, unas lujosas oficinas situadas en el corazón de la ciudad,
sus hombros estaban tan hundidos que el ligero abombamiento que la edad había
proyectado sobre su espalda se veía ahora magnificado, de tal manera que
parecía haber envejecido de golpe más de diez años. Aun resonaban en sus oídos
las frías palabras del librero:
-Su libro plasma
sin duda su buen hacer, pero carece de garra para ser un best-seller, no creo
que se vendiesen más de diez ejemplares, lo siento muchísimo, pero esta
editorial no piensa hacerse cargo de su publicación.
Era el mismo
argumento, con parecidas palabras, que le habían repetido en cinco editoriales distintas
tras haber leído su novela…
La frustración se
le había atravesado en el abdomen como un nudo indisoluble, su alegría, evaporada,
su autoestima, desvanecida; se sentía realmente un fracasado, incapaz de volver
a experimentar el menor atisbo de respeto por sí mismo.
Cuando cruzó el
zaguán de su edificio, se le veía desencajado, macilento y visiblemente
turbado, y tan abstraído que ni siquiera oyó al portero del inmueble, que le
saludó al verlo:
-Buenos días, Don
Edelmiro. ¿Se encuentra usted bien?
Ignorándolo,
siguió su camino sin desviar la vista del suelo. Llamó al ascensor de manera
automática, y, una vez dentro de la cabina, pulsó el último botón sin reparar,
aparentemente, en lo que hacía. Una idea fija ocupaba toda su mente: huir. Huir
de la vergüenza y acabar con aquel sentimiento angustioso que le atenazaba la
garganta como una garra invisible.
Cuando el ascensor
se detuvo en la azotea no dudó, se encaminó con paso decidido hacia el angosto pretil
que se asomaba sobre la bulliciosa ciudad y, mirando fijamente hacia el
infinito y sin titubear, se abalanzó resueltamente hacia el vacío.
VOLVER A AMAR.

La sala estaba abarrotada por el numeroso
público que se había congregado para asistir al espectáculo. Los últimos
rezagados iban llegando, apenas unos minutos antes de que diese comienzo la
función de la noche, sacudiendo los paraguas empapados y desprendiéndose
ávidamente de gabardinas e impermeables mojados. Dentro, el ambiente era cálido
y acogedor y las butacas, cómodas.
Emilio procedió a arrellanarse tan
confortablemente como pudo, y se preparó para disfrutar de la velada, que se
prometía muy agradable.
Se alzó el telón, se apagaron las luces,
se hizo el silencio. Una figura menuda, cruzó el proscenio, contoneándose con
una sensualidad arrolladora hasta colocarse justo en el centro, y, como por
ensalmo, un excitante juego de luces y colores llenó el escenario. Otros
actores aparecieron en escena y comenzó la representación.
Era una obra de corte vanguardista, con
unos efectos imposibles y un lenguaje en el que cada palabra era un sinsentido. Las luces y las sombras eran la
perfecta coreografía para aquél desfile de personajes extraños y
desequilibrados que resultaban tan pronto hilarantes, como deprimentes, pero
hacían vibrar los íntimos resortes del entregado público.
Acabada la primera parte, Emilio salió a
visitar el ambigú; no le gustaba ir solo al teatro, pero aquella noche fría de
invierno se alegraba de estar allí, entre la gente, pues, tras su recién
estrenado divorcio, la casa, a veces, se le hacía demasiado grande. Últimamente
su mujer y él reñían por fruslerías, cualquier pretexto era bueno para enzarzarse
en ásperas discusiones, y su relación había acabado convertida en una tediosa
batalla campal. Al final el sentido común se impuso y la separación vino a
traer de nuevo la calma a su vida. Demasiada calma. Más bien experimentaba el
vacío y, aunque no la echaba de menos a ella, si le faltaba un alma con quien
compartir ansiedades, temores, alegrías y desvelos, pero no quería reconocerlo.
Si hacía un ejercicio de introspección, solo veía resentimiento y la
incapacidad de volver a enamorarse…
Salió de sus abstracciones al acabar su
café, dispuesto a olvidarlo todo durante, al menos, el rato que durase el
segundo acto. Volvió al patio de butacas y se sentó de nuevo.
La función le estaba pareciendo, como
mínimo, entretenida, y se volvió a centrar en ella, atento a los circunloquios
que mantenían los actores entre sí, con un lenguaje inusual y, a veces, oscuro,
que no admitía la mínima distracción.
Y de pronto, el escenario se iluminó con
un resplandor como de relámpago y apareció la protagonista subida en un extraño
andamiaje, ante un original telón de fondo que simulaba una tormenta…
Gesticulaba y se balanceaba con tal ímpetu asida a la frágil barandilla, que,
en mitad de su monólogo, esta cedió y en un instante su menudo cuerpo se
precipitó al vacío.
El público se puso en pie, sin saber, en
principio, si era una puesta en escena de auténtico realismo o acababan de
presenciar un nefasto accidente. Emilio, como propulsado por un resorte, se
encontró en el escenario, apartando al corrillo de actores que rodeaban el
cuerpo de la chica, mientras decía:
-Déjenme pasar, soy médico, ¡deprisa,
llamen a una ambulancia!
Tras un rápido y somero reconocimiento de
la muchacha, advirtió con alivio que, aunque se encontraba inconsciente, sus
constantes vitales se mantenían...
Pasadas unas horas ella despertó en la
cama del hospital. Emilio, sin saber por qué, se había quedado toda la noche a
su lado y dormitaba en el incómodo sillón junto a su cabecera. Al notar cierto
movimiento, abrió los ojos, y, al verla tan desvalida, un inmenso sentimiento
de ternura se apoderó de su alma, la tomó de la mano y musitó:
-Tranquila, duerme, todo está bien, yo te
velo…
Y en el fondo de su corazón renació el
deseo de compartir su vida, de volver a despertar cada día con alguien que
rellenara el oscuro hueco que ahora había, donde antes hubo un amor palpitante; en resumidas cuentas: de volver a amar.
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